viernes, 6 de mayo de 2016

GLOSOLALIA. Por Álvaro Barcala

Glosolalia es una trilogía poética escrita en prosa, algo así como un diario imaginario que he realizado entre Enero y Mayo del 2016 donde simplemente he volcado mi manera de ver el mundo y a mí mismo. Este es un libro que publico como autor en este blog para que pueda ser leído libremente. Por favor no utilizar el material aquí mostrado sin mi permiso.

Pueden dirigirse a cualquiera de las tres distintas partes de este libro a través de los siguientes links (o simplemente navegando en esta ventana en scroll down):

* Venían De Lejos

* Exégesis De Una Vida Oculta

* Hablando En Lenguas


En mi página oficial pueden ver mi trabajo como ilustrador y músico:
http://alvarobarcala.blogspot.com.es

También pueden contactar conmigo en el siguiente email:
alvarobarcala@gmail.com

Venían De Lejos

I

“Pongo las manos sobre la mesa, y se escuchan grandes sinfonías”
Juan Eduardo Cirlot

Una decisión afilada está tomando forma en cada una de nuestras acciones, pese a la nostalgia, pese a la nieve negra que cubre a diario los caminos. Ya no quedan más tesoros estériles por desenterrar, ninguna táctica funambulista con el poder y la apariencia de los actos mágicos, ningún paisaje distópico en el que regocijarse tras descorrer el ominoso velo de un supuesto y esperado Fin del Mundo. 

Tan sólo persiste la imaginación, el desdén por reinventar una nueva genealogía de hombres ebrios acostumbrados al vértigo y a la pesadilla. Extranjeros provenientes de ciudades construidas con niebla y sensaciones imposibles de alcanzar. Las turbinas, el cromo y las chimeneas junto con todos los demás instrumentos del delirio y la alucinación. Tan sólo persiste la capacidad de restaurar el mito en cada una de las farsas ordinarias, el valor de visualizar formas legendarias no sólo en el desorden de las estrellas sino en el caos de lo más inmediato, en el cúmulo de obviedades que componen el vacío de la vida diaria y las largas noches en que se sueña por soñar.

Cae la luz goteando sobre el cráneo, atravesando la mente, el alma y las entrañas con la constancia de un metrónomo maníaco, como marcando los tiempos de un ballet bello y macabro cuyo tema es el odio mal disimulado. Un cuerpo completo de mundos perdidos que se arremolinan en el espacio interior, entre los oídos. Una espiral de sonidos cayendo en picado, reverberando entre el hueso y los cartílagos con la sintaxis de la desesperación. 


La mente posee una acústica igual de perversa que la de una catedral. Pero tal vez sea esa perversidad lo que nos capacite para la escucha, para el audaz acto del reconocimiento, para el “ser capaces” de percibir todas esas voces arcangélicas que gimen en el objeto cotidiano y en cada gesto sin importancia. Me pregunto cuanta perversidad hace falta para escuchar la maravillosa sinfonía que agoniza en el insultante cúmulo de obviedades que componen el vacío de la vida diaria y que reverbera en las largas noches en que se sueña por soñar.



II

Hay pensamientos cuya belleza es tan inaudita que éstos se tornan imposibles de perpetuar. Simplemente recorren tu cuerpo como una onda expansiva, de pies a cabeza, para luego volver en sentido inverso y desaparecer bajo tierra con un espasmo último y fatal. El mundo entonces tiembla, se queja, parece resquebrajarse y comienza a expeler gases maravillosos por sus fisuras. Hay una tal urgencia en el aire que respiras, un aire tan cargado de inmortalidad, que estás apunto de estallar en mil imágenes heréticas e increíblemente sexuadas. El cuerpo se convierte en una bomba furtiva que combate a la muerte explotando desde sus propias entrañas, llenando las paredes de esta oscura habitación con carne, sangre y metafísica. Con vida. 

La imaginación es un monolito pulido y gigante que resplandece solitario en un mundo estéril, en un mundo de cráteres y arena roja. La realidad es un mero cúmulo de fenómenos que se desintegran a lo largo del tiempo, como cualquier otro orgasmo masturbatorio: intenso e irrelevante. Las fórmulas científicas poseen una moraleja inofensiva, dogmas que nacen muertos, preludios creados para un tren que ya está descarrilado. 

Y es justo aquí, por entre todas estas flores marchitas, que desciende Isthar, desde lo más alto del monolito. Un mito cubierto de líquenes y moluscos, cortando montañas con un hacha, nadando río abajo junto con las Ofelias. Tan amenazante como el respirar de los muertos. Hay una crisálida en su puño, una cuchilla abriendo nuevos paisajes de la emoción. Los ríos helados del pensamiento, las caléndulas, la flor del pantano, el naipe definitivo. 

Los miembros se endurecen. Los amores pasados serán amputados, así como se arranca una pierna gangrenada. La magia será tu bastón de ahora en adelante. Tu cabeza, luminosa como el Grial. Los estallidos de las manchas solares, la música maravillosa fluyendo de la bilis, el voltaje de los placeres y de la ficción, las lágrimas melancólicas del deleite irreverente. Ya no habrán más pobres, tan sólo los pobres de espíritu. Dejaremos de habitar en el tiempo, pues sólo es en éste donde se muere, y tomaremos las riberas de la luz, las arcas abarrotadas de sueños febriles. Abandonaremos toda esta aniquilación que tú confundes con la vida…



III

No es de la muerte sino de la plenitud de la vida de donde uno saca este sistema de imágenes terribles. Del amor y de su pérdida. Del humo de las hogueras y del viejo arrugado que las azuza. Sale de la lava, del aquelarre demoníaco que subyace en las sonrisas ingenuas de todos los amantes. De los labios partidos que sangran en el rostro del púgil vencido. Del viajero anónimo que recorre el mundo con una bola de cañón encadenada a sus pies. Sale de las nubes, de los pájaros, del viento y del agua hirviendo. Sale, ante todo, de este trozo de compasión incendiada que muere impresa en el papel que escribo. Y es mientras escribo, que escucho cómo susurras hechizos extraños en la misa negra de tu alma, allí donde tu soledad se confunde con la noche absoluta de mi mente. 

En tu mirada repica la campana de una aldea lejana, junto con los grillos, junto con la luz tímida de las luciérnagas, junto con el olor de esa vela recién consumida en la mesilla de noche. Se te cierran los ojos del cansancio mientras me cuentas historias y emociones que aseguras no están registradas en los libros. Las sombras chinescas del pasado se balancean hirientes tras tus pupilas, a la luz tenue y parpadeante de los recuerdos. Acabas por dormirte profundamente, sobre esa orilla lejana de arena escarlata, bañada por la marea que llega directamente desde África… y es justo aquí que yo grito, es justo ahora que te agarro de los hombros y te desgarro los músculos uno a uno. Es en este preciso momento que te tiro de los cabellos y te arrastro fuera de ese plácido lecho de autocompasión tan abyecta, estéril y soñadora. ¡No! ¡Me niego! ¡Me haces vomitar! escucha: ¡Me das pena! Salgamos de aquí. Elijamos un libro al azar y hagamos de él nuestra Biblia. Vayamos hacia el Sur, en dirección de la búsqueda. Hagámonos reyes de todo lo que alcancemos a imaginar. Vamos, aún hay universos que puedan ser habitados si tu enfermedad es auténtica. Demos un paso en falso más allá de los límites de la luz. ¡Vamos! ¡Venga! haz uso de esa imaginación crepuscular que tanto te caracteriza y caminemos por las profundidades. ¡Levanta! ¡apresúrate! ¡partamos cuanto antes! Al final de este día, cuando hayamos acabado con todo, cuando estemos completamente derrotados por cada uno de estos intentos fallidos… ¡me abrazarás!  iremos a dar de comer a los cisnes, a emborracharnos en algún portal. Es entonces, que al volver a casa, tu apartamento habrá desaparecido, descubrirás que tu barrio ha sido aniquilado, que el mundo que antes conocías estará reducido a cenizas, consumido por las llamas, arrasado con saña y desprecio. Tan sólo encontrarás mi sonrisa, y tras ella: un horizonte de Luz.



IV

Llegaron. Por fin llegaron. Ya están aquí, transfigurados salvajemente en una angustia henchida y deliciosa.  Escondidos en una fila interminable de caravanas coloreadas con malevolencia. Y es que han llegado. Han llegado exhibiendo la heráldica del cisne, las caries milagrosas, las lenguas con hedor a petróleo… el amor menguando en el pecho como la reliquia de alguna antigua alucinación. 

Han llegado. Han llegado con monedas acuñadas por lo infinito, metales desconocidos tintineando con audacia en sus bolsillos raídos, anunciando el trueque maldito y decisivo que está apunto de acontecer entre las huestes de la poesía. Llegaron. Llegaron con toda esa Tierra de Nadie que se extiende en el corazón de los niños. Llegaron con las agujas clavadas en toda esa literatura desvaída que habita en los ojos del viajero, ojos hundidos en los ritos del resplandor, ojos de una imaginación volcánica capaz de sepultar civilizaciones enteras bajo su lava ardiente. 

Llegaron. Llegaron con la noche del alma adherida a sus cuerdas vocales. Llegaron con canciones carcomidas por las termitas nocturnas, llegaron con miles de mundos oscuros guardados bajo llave en lo más profundo de un baúl. Llegaron. Llegaron con la determinación del ángel inquieto, subidos al pico más inaccesible del Everest de la mente, provocando con sus gemidos aludes masivos de una belleza incomprensible, desde el éxtasis, desde las alturas, desde el dolor…

Mañana la tierra estará cubierta de niebla, de vaho negruzco y pegajoso: el aliento mítico de ese mundo prehistórico que creímos extinto. Erigimos nuestras vidas sobre el lodo, sobre el hueso machacado de los cráneos que pertenecieron a un Yo pasado y ancestral. Unas vidas construidas sobre las vísceras subterráneas de la ciudad prohibida y esplendorosa, aquella que tan sólo llegamos a intuir durante el breve y agónico clímax de la masturbación. Una región placentera de nebulosas mitológicas que flotan esquivas, meciéndose en el cosmos con la lubricidad de una sensualidad infecciosa. Erotismo espiritual apuñalado por la espalda, desangrándose a la deriva, de galaxia en galaxia, hasta colisionar con cualquier astro, hasta ser desintegrado por el olvido universal: la simiente no dará vida. No dará vida, pues ellos han llegado.

Y pese a todo, un pensamiento tierno y efímero resplandece. Una visión jadeante, demasiado grande, demasiado eterna, demasiado envuelta y enroscada en lo ininteligible. Un pergamino de piel humana lleno de inscripciones y embrujos. Signos de otros mundos escritos al ritmo de un cuchillo enfurecido, al ritmo de una fornicación incestuosa, al ritmo de un microcosmos bestial y sanguinolento, una microrrealidad que no hace otra cosa más que emular dolorosamente al inabarcable Universo de lo Maravilloso.

Pero han sido ellos. Han sido ellos los que han irrumpido en la carne, en el semen, en los jardines viscerales. Han sido ellos los que han traído este libro envuelto en un hedor contagioso, los que han tendido este breviario de esquinas envenenadas, que pasará de mano en mano por la hermosa multitud, asesinando de forma invisible, avanzando sin hazañas, deshaciendo tripas sin ningún tipo de gloria. Pero ante todo: ejecutando crímenes sin que haya jamás ningún culpable, pues mañana la lluvia lo habrá borrado todo.



V

Estamos aquí aguantando un último aliento, alineados con los arrecifes y la música lunar. Una tensión insostenible en el alma, en los rasgos, en el lenguaje que utilizamos para escribir nuestras vidas sobre la nieve. Palabras adormecidas, esgrimidas a ciegas con un bisturí y miles de rostros enmascarados. Un demonio tras otro. Una muerte tras otra. Un juego de espejos con un mismo ahorcado balanceándose en la oscuridad. Cuanto más ahondas en tu corazón más te encuentras con ese mundo atorado, ese paisaje mineral con síntomas de deterioro, esa coordenada emocional que los mapas han descuidado. Y un poco más adentro, alcanzas incluso a vislumbrar el Gólgota, totalmente nevado. Un matadero rarificado por la presencia divina y por esa calma amniótica que reverbera en toda tumba uterina. Son reminiscencias. El espectro de una cita sagrada que me obsesiona. Los puntos de sutura de una herida abierta hacia el vacío.

Hay un duelo interminable en todos estos gestos, como si cada una de nuestras acciones estuvieran determinadas por un espíritu anónimo y soñador. Una sustancia desconocida que gime a través de las decisiones. O tal vez sea simplemente la intrusión del círculo lunar: hay tantas grietas en el acero de nuestra mente que las luces astrales se introducen con una facilidad pasmosa. Es allí donde el anonimato resplandece tras el fino mito de la personalidad. Es allí donde el Yo convalece en carne viva, tras un accidente de avión emocional o una colisión de verdades. La tibia luz de mi pensamiento apenas alcanza a encontrar las palabras precisas. Hay una total imposibilidad para la descripción. Y pese a ello, todo esto existe. Todo esto existe demasiado.



VI

Es hiriente el contemplar a la noche moviéndose en una dirección y al mar en otra. Los últimos trenes se lanzan a los senderos invernales por unos raíles inacabados, como si la profundidad de los bosques tuviera una salida al otro lado. La indefinición del paisaje es el precipicio por donde éstos acabarán cayendo, desde la velocidad media de las emociones. Todas las ideas eternas, todos los falsos amaneceres que ves naciendo constantemente en cada horizonte. 

Cuesta deletrear los fragmentos de una vida cuando ésta ha sido imaginada como una esfera perfecta que se resquebraja. ¿Cómo ser el espectador de uno mismo sin acabar perdiendo la noción del espacio que te separa de ese mundo que se pudre ahí fuera? La visión del Yo se desdobla indefinidamente hasta precipitarse por los acantilados. Es entonces cuando sufres la visita de un cadáver, y éste te señala como si estuvieras hecho de un cristal carnoso, pero de una carnosidad fina y translúcida. Su dedo ignora todos los castillos de arena que tu personalidad ha construido y penetra directamente en el dolor. Escuchas cómo su boca cuenta hasta tres en sentido inverso y sientes la aguja hipodérmica por donde fluye penosamente todo lo vivido. Es tras esta letanía funeraria que se escucha un trueno desde la profundidad más íntima de los bosques.

Sobre la colina hay un jardín nocturno y maravilloso, escondido por una cortina de lluvia que traspasas diariamente. Pero nunca sucede nada. A diario consigues arrastrar alguna flor obscena desde ese mundo subterráneo, pero no encuentras ningún significado en los secretos hieráticos de sus aromas. Maravillas sempiternas que se despegan como las pestañas postizas de un rostro desenfocado. 

Las garras y el silencio de una bestia opalescente se clavan entonces en tu piel, como introduciendo un injerto punzante y banal entre las arterias. De nuevo la aguja hipodérmica, esta vez extrayendo el veneno de la realidad en sí a la vez que inyecta dolorosamente las fantasías con las que se construyen todas las biografías moribundas. 

Una figura transparente y femenina se acerca a mí con una serie de silenciosas explosiones. Me tiende un puñado de semillas luminiscentes en la palma de su mano. Brotan flores de plástico sobre el papel. El aroma que desprenden es de una imaginación lacerante, como el humo de un incendio masivo en la oscuridad. Me convierto en una colmena acuosa de recuerdos de los que no consigo arrancarme. Escupo indignado sobre el espejo y me siento en mi viejo escritorio para escribir estos párrafos que acaban ustedes de leer.



VII

No he sido un ángel. Me digo. 

Puedo oír las ruedas de los trenes girando pesadamente en mi cabeza mientras escribo esto. Los trenes con los que siempre finjo volver a casa, a un hogar imaginario: no he sido un ángel, me digo. Soy como una chimenea cargada de cenizas. Un vestíbulo repleto de baúles. Soy todas aquellas cosas que evocan los espacios que definen un hogar extraño. El grabado de un paisaje ante-diluviano colgado en las paredes. Un rectángulo desértico ardiendo en medio del césped del jardín. El niño que ojea un libro recién encontrado en esa habitación cerrada bajo llave: el testamento de los pájaros. 

Mirar por esa cerradura oxidada que te separa de tu propia alma es como observar de cerca por el caño aceitado de un revólver. Una zona de presión emocional con fluctuaciones sensacionales: contemplo el peligro con una pose excesivamente epicúrea, me digo. Cuando no haya nada más para llenar el espacio entre mi corazón y la estrella más cercana, dejaré todo esto, escribiendo un nombre de mujer con tinta roja en el papel secante… ah, ya, estás muy bromista. Me digo. 

En el espejo, mis ojos parecen arder. Los recuerdos corriendo hacia mí en la música… ¡malditos los oídos! Recuerdo cómo se agrietaban tus pupilas blancas mientras decías las palabras secretas (su falta de vida era tal que parodiaban la mía). Tras tus ojos, unas manos esqueléticas se agitaban nerviosamente, como arañando los cristales de una casa cerrada herméticamente e invadida por el humo. 

Hay algo que me atrae hacia el desastre como empujado por el viento. Pertenezco al mundo de las tumbas, al libro de estampas, al mazo de barajas, etc. 

Busco el Logos en los libros de oceanografía, pero sólo encuentro citas bíblicas y vacías al traspasar las hojas con la mirada. Mi amargura no es fingida, aunque extraiga flores hermosas de cada punzada. Pero por fin ha surgido la bestia metafísica tras estas excavaciones. 

Mañana regresaré al hogar en el tren de medianoche, me digo. No, no hay trenes. No hay regresos. No hay hogares. He abandonado todos esos hechizos y amuletos infantiles con los que trataba de encontrar un lugar dentro de este mundo. El mundo, desde luego, no es el hogar… ah, ya, estás muy bromista. Me digo. 



VIII

Voces. Voces que vienen de lejos. Voces que vienen desde las entrañas, desde las vísceras de la mente. Voces que se acercan sigilosamente, abordándome con un cuchillo entre los dientes. Cabalgando sobre esos jamelgos negros de tinta medieval que el tiempo ha estampado en el papel sedoso de mi alma. Una imagen dureriana cruzando las Pléyades de mi ser, avanzando desde los lugares más inhóspitos del corazón con los extraños movimientos sordos de la vegetación submarina.

Finalmente, el velo blanco y sedoso es traspasado, rasgado por la daga fulgurante del preso ruso: el condenado a muerte. Los bordes lacerados se abren hacia un paisaje resplandeciente por el que revolotean los malos presagios, a lo largo del dolor, como golondrinas en celo. Es posible que allí me encuentres a medianoche, los días de lluvia, con la sonrisa torcida del canalla. El Yo que actúa en los sueños. El Yo que se saca los ojos de vidrio cada noche ofreciéndomelos en señal de venganza.

Los transatlánticos parten en la noche del corazón, tomando direcciones extrañas que se dirigen hacia un mismo lugar. Nada pueden hacer las golondrinas sin que éstas estallen en lágrimas al llegar a los confines de tu cuerpo. Estoy en las garras de un águila nocturna, como un juguete destripado cuyas piezas caen silenciosas en el mar. Compruebo la ubicuidad de Dios en el vaivén de las olas. Los peces exhalan su aliento de aire polar sobre mi piel como una emanación fantástica. El cielo es una lírica de estrellas. Hasta las palabras más hirientes se convierten en vapor. Las constelaciones parecen estar esgrimidas como por un acto de revelación. 

Sueño con el Mediterráneo de tu cuerpo, con la frase absoluta que defina tu ser indefinible. Mi boca pende sobre el papel, en suspenso, y un hilo de saliva cae dibujando las palabras que jamás antes me he atrevido a decir. Encontraré el cero fantástico con el que reducir los términos de la vida y así ser feliz en la total desintegración del orgullo, sin miedo a convertirme en un insecto. Coseré las taras de esta locura sangrante, a ciegas, en la oscuridad de las emociones. Avanzaremos hacia el paraíso. Haremos el último jaque mate a nuestras almas. Regresaremos a lo más íntimo de nuestro hogar para, finalmente, prenderle fuego. 


IX

Un último asalto a las Escrituras y a los libros de oraciones ha dejado los campos espirituales llenos de cuerpos moribundos. Los rasgos de esa cara pálida e infantil con la que observas la vida ocultan una serie de significados destructivos, como si éstos estuvieran cargados de explosivos apunto de detonar. Vives colonizando la oscuridad, transformándola en una réplica de tu propio país emocional. A veces pienso que serías capaz de despellejar a un unicornio vivo mientras mantienes una conversación con exquisitos modales. Perdiste todos los peones de ese juego filosófico al que juegas y que acabará terminando contigo. El embrión maravilloso que había nacido en tu pensamiento se ha convertido en ese niño apoyado en la esquina y que fuma tabaco negro mientras observa a la multitud con ganas de estrenar su nueva navaja automática. 

Encontrarás en mí todos estos síntomas, al otro lado del telescopio prodigioso. Encontrarás una cuidadosa enumeración de mis limitaciones, a las olas arrastrando mis pensamientos al lugar submarino donde yacen los pecios umbríos, junto al resto de mis sueños. Te convertirás en un síntoma más de mi mundo blanco de juegos infinitos. Más tarde o más temprano acabarás sufriendo el largo tajo de la cuchilla oxidada que fueron mis revelaciones. Aunque tal vez siga existiendo la posibilidad de que, si me tratas con la suficiente cautela, te conviertas en ese embrión maravilloso que una vez hubo nacido en mi pensamiento. Un mundo de posibilidades infinitas. 



X

Escribo concentrado en la inmediatez del poema, en la muerte lenta de su temática. Estoy continuamente obligado a detenerme y maravillarme ante la incongruencia de sus ideales. El idealismo más ruinoso que cualquiera de los que haya conocido hasta ahora. 

Éste es un poema herido de bala. Un poema arrojado al río bajo la luz de la luna. Un poema que se hunde bajo las miradas inertes de los fantasmas del bosque. La intención de sus palabras se enreda de manos y pies en las algas del fondo fluvial. No será hasta el instante de su muerte clínica que un último aliento se desprenda y ruede río abajo hacia mar abierto. Tal vez allí sea escuchado por las sirenas o sus significados resuenen en el cráneo de algún monstruo marino o cualquier otro depredador famélico. Tal vez esa haya sido su intención oculta desde el principio. El trauma de lo ideal. 

Examino mis libros desordenadamente o camino por las calles heladas sacudido por un cúmulo de obsesiones. Me despierto por las noches encontrándome con una esfinge de luces y sombras, aún consciente de las estatuas enigmáticas que resplandecen en la oscuridad del jardín. Mi infancia me visita de nuevo en mis sueños. Es en este estado de cosas que llego a alcanzar conclusiones hermosas: veo a la muerte sufriendo una erección ante la visión de un mundo de muertos enterrando a los vivos. Veo a las flores vertiginosas resplandeciendo tras las cortinas del sexo, a los pedos adquiriendo formas monstruosas bajo el edredón. Veo a mis propios sentimientos, tan remotos como las estrellas que parpadean tras las montañas. Veo mundos enteros precipitándose en el anonimato de la ciencia. Veo una lluvia de coral cayendo a pedradas sobre la Samarcanda de mi alma. Veo a un auditorio completo aplaudiendo a su propio reverso mientras éste cuenta chistes sociales en el escenario. Poseen tanta fe en el humor zafio que serían capaces de comerse su propia mierda. En el principio fue el Verbo, y el Verbo fue el auditorio, y el auditorio fueron las mentes más estúpidas jamás creadas. Si fuera lo bastante vikingo como para poseer una espada, no dudaría en usarla contra todos ellos. Crearía un festival maravilloso de cabezas rodantes. 

Busco una señal que arda a través de mis acciones. Busco al huésped definitivo, a uno cuyas palabras sean las únicas capaces de traspasar mi cráneo y saturarlo de belleza. Busco renacer de esa muerte que se sufre al nacer. Busco el gesto más hiriente que tu mirada sea capaz de infligir y transformarlo en flores de azucena. Tal vez, de esa manera, un día conseguiré que me ames. 



XI

Las palabras nos causan tajos litúrgicos, como tantas otras navajas. En todo caso, la mitología suburbana comienza a aburrirme, así como la banalidad ruidosa y ostentosa de las perversiones. Falso… falso, falso. Si tuviera la fuerza de voluntad suficiente para volverme loco, sería magnífico. Pero ya estoy cansado de teorías. 

Soy culpable, soy responsable de mi propia fatiga. Me desangro lentamente mientras observo la destrucción de este mundo. Recorro miles de kilómetros de aburrimiento a través del desierto, turnándome al volante con los espectros. ¿He mencionado alguna vez lo maravilloso que es el desierto? En esos parajes áridos y estériles jamás me siento estrangulado por los seres humanos que estoy obligado a encontrarme. Allí en cambio sufro accesos de afecto por todo lo que está ausente. Únicamente allí. 

Acabo por enamorarme de las sensuales y sutiles curvas de las dunas. Su presencia femenina me observa con las pestañas despeinadas, los glóbulos oculares cubiertos de escarcha, los labios sangrantes y entreabiertos… hay tan pocas cosas que existan. Estoy enamorado de todo lo ausente, de todo lo que jamás llegará a Ser. 

Es únicamente en el desierto donde alcanzo a caminar todos los días, sonámbulo, sobre los campos nevados de la imaginación. Duermo cada noche en los salvajes jardines renacentistas de tu existencia. Los entornos desdibujados de las emociones son tan peligrosos que siempre guardo un revólver bajo la almohada. Saco filo a mis palabras mientras observo furtivamente ese horizonte que pretendo destruir. La línea de fatiga que nos separa. Esos límites velados por el aire ardiente y dilatado, allí donde desfilan las maravillas cotidianas que jamás conseguiré alcanzar.  



XII

Bajo las carnes de mi lenguaje hay un esqueleto de hielo que se derrite lentamente. Es la cadencia incomprensible de las pausas silenciosas. Es el pensar de tu cuerpo, allí donde tropiezo con las caras melancólicas que sobresalen cada noche por entre las flores eróticas de su superficie. Muero diseccionado por las sílabas de tus músculos y tendones, succionado por los vacíos rellenos de tu personalidad espiral. 

En otros tiempos hubiera agitado a las masas contra una muerte segura. Hubiese sido como un faraón egipcio, ordenando ejecuciones salvajes mientras entono himnos dulces con las palmas hacia abajo. En otros tiempos te hubiera ofrecido una rosa negra y profética. Tal vez incluso hubiese cometido algún suicidio irreverente del que renacer convertido en pájaro. Pero ya es tarde para mí. Me he cansado de esos gestos obscenos. Ahora soy poseedor de un Amor en el que nadie forma parte alguna. Soy poseedor de una náusea deliciosa, de una emoción que flota en un lago resplandeciente, rodeado por orillas de arena negra. Cambié de dirección. Me muevo hacia las promesas de la Ausencia, como un deslizamiento de tierra, como los movimientos ruidosos y dolorosos del vientre. Mudo hacia un país desconocido.

He terminado de un bandazo con la mística del cuerpo y del espíritu. Sus palabras se desploman en el mismo instante en que son pronunciadas, como si éstas fueran un niño mesiánico que ha nacido literalmente muerto. Nada tengo ya en común con el resto, más que los condicionantes irreparables del lenguaje. Trato de expresarlo no como una persona, sino como parte del mundo. Del mundo que estoy creando para ti. Morirás sobre una rígida cama de hotel, formando así parte de este vocabulario moribundo. Te comerán las chinches y los piojos hasta que te conviertas en pura poesía: te convertirás en una literatura demasiado similar a esa fila de zapatitos de ballet que guardas bajo tu cama, esos que tienen una cuchilla de afeitar oculta en su interior. Es entonces que brillaré como nunca. Es entonces que seré el holgazán más elegante de los cinco continentes. Es entonces que seré partícipe de esta muerte europea, aún tan incomprensible para ninguno de nosotros. 

Es entonces que te descubriré, allí, donde todos los lenguajes se juntan en una sola explosión solar.



XIII

Hemos visto la enfermedad moderna transmitirse de pantalla en pantalla. Virus pixelados reproduciéndose a través de la mirada parpadeante. La dispersión de la mente, conversaciones huecas y desenfocadas. Si Dios no aparece es porque ha dejado al mundo en cuarentena. Enfermos conectados en una red moribunda que se hace pasar por Vida. Ahora sé que éste es un poema que sobrevuela un escenario desolado, como un cometa invernal, visible desde tierra durante tan sólo unos segundos.

Resbalo por los bordes de las trivialidades cotidianas, como un espectro, observándolas perplejo aun manteniéndome relativamente aparte. Hay cosas tales sobre las que escribiría si estuviera menos cansado. La personalidad de las cosas externas. Ni siquiera los intentos más sofisticados de perversión escapan a lo convencional. Un chapoteo en las profundidades de la superficie más banal. Una banalidad para mí tan real que se ha convertido en carne. En una tentación a la que destripar desde dentro. Convertiría ese mundo en un matadero.  

Con todo, la temática de este poema es esa caja vacía donde se guarda tan celosamente la suma total del conocimiento. Ábrela y no conseguirás ver absoluta-mente Nada. Obtendrás ese Absoluto del que jamás tendrás garantías, lo escribas en un libro, lo escribas en una carta. Es así como disfrutarás los deleites de la iluminación. Es así, justo así. Presta atención al cebo que te tiendo. Ven. 

No tengo miedo de la vieja heráldica de esta nueva dimensión que he empezado a habitar, me he entregado a ella por completo. He descubierto un apeadero hacia Thule, la última Thule. Una tierra de luz polarizada donde todo es demencia y linterna. Quizá algún día vuelva, pero siempre encontraré esa sombra a mi lado. 

- A propósito ¿Cuándo dijiste que te ibas?
- Mañana mismo. Mañana mismo acudiré a mis memorias inventadas, memorias implantadas en mi cerebro por mí mismo como un ejercicio de tanteo. La meta siempre estará lejos, en el desierto, en el recuerdo de tu negra figura sentada de piernas cruzadas sobre el capó de un coche, por la noche, cuando la tormenta de arena, cuando el Haboob. Tu luz era casi invisible, como velas fulgurando bajo la piel, exponiendo tu hermosa belleza suburbial. Resplandecías temblorosa, bajo la constelación, tu constelación, la constelación de Orión. En mi mano un puñado de plumas, el que me ofreciste para hacerme ver que algún día podría volar. Tus palabras siempre tan proféticas. En nuestras manos el mismo rifle, el rifle con el que apuntábamos a toda fuerza que se opusiera a lo Maravilloso. Pero siempre acaba llegando la nieve, esa nieve cruel, esa nieve que cae sigilosa, sepultando para siempre todo lo vivido.




XIV

Llegaron. Llegaron las sombras deslizantes, murmurando, aguerridas a lo incierto. Dañinas, como un fenómeno atmosférico que anuncia su inminencia en los huesos: un bosque de dolor con caminos ocultos y serpenteantes que siempre te traen de vuelta. Un amor crudo de ojos vítreos que te miran a través del humo. Pero sobre todo, el silencio, esa última estación donde despiertas desorientado, aún borracho, en cualquier lugar de las afueras. Más allá de las fronteras quebradizas de todo lo que habías creído sentir. La hormiga que camina por tu piel seca: ahí está el recuerdo, la última caricia que derritió el mundo, las horas que importaban, las risas infantiles perfumadas con un constante amanecer. ¿Cómo pudiste olvidarlo? No sería justo comenzar todo de nuevo, revivir a Lázaro sólo para comunicarle que va a morir de nuevo.

Es así que llegaron. Los he visto llegar desde mi ventana, cabalgando sobre la nieve recién caída, como lunáticos sin rumbo, con sus tics maniáticos, los dientes de oro, las cicatrices palpitantes, los pies amputados por la undécima esencia de la muerte. 

¿A quién estás agradecido por tu visión? No podría decir si esto es una carta de amor o un informe sobre la meteorología nocturna de los bosques. Sólo se que transmites la muerte en ese aliento de muchacho alado y dulce que sólo se levanta de la cama para orinar o para mirar melancólico por la ventana. Agitas un largo etcétera de vaguedades hasta que te das cuenta que ellos ya están aquí. Que han traído el mundo que recordabas despedazado entre sus manos. Que ya no tienes miedo de los resortes invisibles que te traen de vuelta al mismo lugar sombrío una y otra vez. ¿Por qué emborronas entonces todos los paisajes que imaginas con accidentes? ¿Por qué esos carteles de neón iluminando de verde y fucsia la soledad de unos cuantos cuartos vacíos? ¿por qué en medio de todo ello siempre dibujas un corazón levitante que resplandece entre las llamas, como si éstas fueran el regocijo de una extraña magia o de una fe inquietante que se reafirma constantemente en todo lo maravilloso? 

A veces me gustaría ser un hombre medieval y tener clara mi convivencia con el horror. Mostrar la espada antigua y hundirla en un volcán. Beber la lava subterránea y vomitar sus maravillas. A veces, en cambio, tan sólo querría olvidar, dormir, o simplemente ser enterrado vivo en el sentimiento residual de algún mito de mi infancia. No volver jamás. O volver siempre, volver demasiadas veces. Pero nada de eso importa porque ellos ya han llegado. Han llamado a mi puerta. Tamborilean sus himnos raquíticos con sus dedos de muerte sobre las ventanas rotas. Me han traído la confusión cálida del viento de Levante que se cuela por los umbrales dolorosos de todo lo que en otros tiempos habría sido habitual. Las babas de sus bocas desdentadas se adhieren a los límites erógenos que definían tu sonrisa. Ésa tan lejana, tan vertiginosa, tan evocadora en su nada… tan como caída de un acantilado y despedazada a mis pies, sin emitir sonido alguno. 




XV

Escucha a tus ojos, preñados de sinfonías, sobrecargados de cosas por decir. Deja caer las lágrimas por ese rostro tuyo de vocabularios evocativos. Escapa de esa Constantinopla que te aprisiona. Escapa con los pies desnudos, caminando por entre la estatuaria quebrada de tu alma. Deja entrechocar esos brazaletes turcos tan tuyos que adornan tus brazos… sonríeme con una sonrisa egipcia…

El sol reluce en tu lengua, en su reflejo alcanzo a ver los prados de asfódelos y todas las demás regiones del inframundo griego. Son cosas que tal vez debiera callarme y mascar con la plata de mis dientes. Tu voz femenina despierta curiosas reacciones. El cuchillo hiende sus conclusiones en la carne, atravesando cartílagos y hueso, cercenando los nervios del pubis, la fibra de las vísceras… es ahora que debería mencionar el frío del Ártico, sin dar más explicaciones, sin poner ningún tipo de énfasis.

Esto es tan sólo un trozo de libro que jamás podrá asegurarte que seremos recordados. Cosas como pegar cuatro tiros en la cabeza de una adolescente otorga más credibilidad en la obscena memoria de este mundo estúpido. Encendamos una vela y comencemos a tocar el piano con las manos ensangrentadas. Escucha esta melodía maniática y ultramarina que te ofrezco. Durmamos junto al fuego, hagamos el amor y consumemos nuestro odio común por el mundo. Ese será nuestro secreto, esa será nuestra belleza, la cual sólo descubrirán cuando abran la caja negra, tras el accidente.

No hay elementos de los que ser liberados en el momento final. Tan sólo persisten los organismos microscópicos de nuestra saliva, reproduciéndose en el corazón tras el beso. Los peces invisibles recorriendo la geometría del amor. El exotismo en la mirada de las ballenas que aspiran a tragarnos. Las balas fantasmagóricas cruzando nuestros vientres, sin destino alguno. 

El crepúsculo está tan sólo a cien brazas de nosotros. Te aseguro que más allá verás fenómenos maravillosos: el humo azul creando formas perfectas bajo el agua, realidades filosóficas transfiguradas en sirenas que te acosan, seres mitológicos de dudosa moral nadando siempre a contracorriente. Verás al lodo convertirse en objetos perversos a los que no podrás evitar amar. Encontrarás flores crueles enredándose en esa poesía que todo hombre bien vestido ha leído: éste es un lugar al que tan sólo se accede a través del suicidio, del desengaño amoroso, del abandono de esa arquitectura de gelatina con la que has construido tus percepciones, tus certezas, incluso tus incertidumbres.

Experimentemos la pérdida de la personalidad, aquí, sentados en este invernadero tóxico, embadurnados de cosméticos y un ansia grotesca. Crucemos las constelaciones de un nuevo universo, de galaxia en galaxia, hasta convertirnos en una supernova extravagante, en un desastre astral cuya luz tarde una eternidad entera en ser vislumbrada por este mundo estúpido, si acaso esto último nos importe… ¿No sientes ya la velocidad? ¿No sientes cómo nos estamos alejando? Recoge todas tus cosas, trágatelas y defécalas delante de tus dioses. Cógeme de la mano. Vámonos. 


Escribo esto porque es mi única manera de encarar el caos, tal es el dedo que meto en la llaga de éste mi monólogo. En la ingenua cuestión del ser o no ser, me he decantado por mí mismo, por el arte de invocar a ese millón de tús que persisten en la materia. No he tenido más remedio que adentrarme en el magma ardiente de las cosas. En este enorme Ahora. Una vez que tenga todo esto resuelto desapareceré completamente. Sí, la tan celebrada conclusión del Otoño. Y es entonces, que en los espacios vacíos que habrá dejado esa ausencia (todas las ausencias), si cierras bien los ojos, descubrirás a Dios. 




XVI

El bien y el mal se dan caza a través de nuestras vidas, indistinguibles la mayoría de las veces, revestidos de lágrimas y ansiedad, untados de esa relatividad tan pretenciosa con la que nos engañamos. Somos totalmente conscientes de todas nuestras opciones y aun así nos preguntamos cómo ha ocurrido todo esto. La carne se pudre, y nuestras mentes con ella, pues ambas cosas resultan también indistinguibles en el rosado y macilento fin del día. Una unidad ineludible. Inseparable.

Somos leprosos que presumen de buena salud. Un espejismo ostentoso que ondula en este falso horizonte, espectros levitando en el aire ardiente y dilatado de un desierto olvidado: esa febril alucinación destinada a desvanecerse en la nitidez fatal de la cercanía, cuando ya es siempre tarde para volver atrás. Somos las sombras chinescas y vacilantes de un objeto inanimado al que un sol incógnito alcanza a iluminar, sin lógica, sin lógica alguna. No se cansen de mí ni de esta imagen recurrente, todas esas sombras que la llama oscilante provoca… parecen siempre tan vivas, sin realmente estarlo, sin siquiera atentar a serlo. Es ahora que éstas me hacen pensar en otra imagen recurrente: nieve. Pero nieve cayendo sobre una superficie rocosa y ardiente, sobrecargada de consciencia. Un futuro cúmulo de vapor que mañana atravesarán los pájaros. 

Tal vez ésta sea sólo una muerte menor. Una oportunidad cuyas esquinas están roídas por los ratones. Una lágrima medieval que cae de un gran ojo y que se desintegra contra el suelo en forma de torturas placenteras. Unos dirían, placer al fin y al cabo. Otros, tortura a fin de cuentas. ¿Acaso no escuchas el sonido agorero de la carcoma? Me refiero a ese enorme viento que te hace llorar por las noches. ¿De verdad que no sientes ese misterio completo estrangulando tu garganta, aislando tus delicados pulmones del aire infecto de ese tan dudoso mundo exterior? Me refiero a la música que entonan los espectros que danzan en tu mente, a la danza mágica oculta tras el baile aparente. Me refiero a los estrechos límites que separan al horror absoluto de todo lo maravilloso. Me refiero a ese anhelo hiriente e ilimitado y del temor que éste te infunde. Me refiero a las extrañas luces que rodean tu jardín a medianoche, cuando aún no te has dormido.   

Aun con todo, existe la remota posibilidad del llamado Dios menor. No me pregunten cómo. No me pregunten por qué. Es esa luz moribunda que aún brilla sobre el promontorio griego y que aún forma parte de todos nosotros. Es esa eterna muerte de Europa, que no conoce fin ni nacimiento. La antigua espada clavada en la roca y que siempre está apunto de ser liberada sin jamás llegar a estarlo. Esa historia mitológica que no hace falta ser escrita ni contada para que persista fulgurando en la dolorosa sucesión de nuestra existencia. Es como una extraña enfermedad creciendo desde las entrañas. La deidad mutilada que la lógica no tan oculta de estas palabras pretende exhibir. La ceguera portentosa que no conoce los límites exigidos por la física ni por ningún otro tipo de dogma. Me siento completamente acuchillado por estas posibilidades invisibles. No hay estatuas de sal mirando hacia atrás en mi camino pues aquí todas las direcciones son hacia adelante. Sólo hay cadáveres putrefactos arrojados tras la cuneta, pero hoy por hoy no están ni la mitad de muertos que todos nosotros. No volveré a evocar ninguno de esos recuerdos que me oprimen cuando empiezo a escribirlos. Tiras de imágenes y sonidos encadenados al hueso, como un tejido doliente del que no te puedes desprender a menos que elijas la muerte.

Florece una nueva estación en mi mente, distinta a esas otras cuatro que tanto condicionan nuestras vidas. Los gansos silvestres atraviesan el halo de la luna mientras el arquero invisible de la consciencia arma su brazo hacia lo maravilloso. La flecha sale disparada, tensa y certera. Es justo cuando da en el blanco que tú despiertas a mi lado, tan pálida y abatida por la mañana. Tan ancestral, como las efigies, querida cariátide de mi mente. Sé que eres un símbolo que jamás he llegado a comprender, pero ahora yaces a mi lado transfigurado en un cuerpo desnudo y femenino, sollozando, pidiendo un salto increíble en mi imaginación mientras me miras con ojos vacíos. Es aquí que desfallezco. Es aquí que me doy cuenta que no somos más que tumbas abiertas al cielo y al extraño lenguaje de las constelaciones. Es aquí que todas las antiguas vidas sepultadas bajo la lava y la ceniza de Pompeya renacen en mí con suaves explosiones, junto con todas las voces agónicas que subyacen bajo el Panteón. Es entonces que el viento entra por mi ventana, a través de las cortinas raídas, procedente de todas las civilizaciones que esperan sepultadas, decenas de metros bajo el suelo, bajo todos los océanos, llenando mi habitación con los aromas plenos y evocadores del moho y del mito. Mi aliento es ahora el de un leproso al que se le caen poco a poco los trozos de carne podrida, desperdigándolos a lo largo del camino, dejando paso al ser que está naciendo bajo los tejidos infecciosos. Es al final de este trayecto, al borde del acantilado, que me habré convertido en un caballo alado, en un titán melancólico y vengativo, en un monstruo del Hades que está dispuesto a saltar.



XVII

A través del cristal alcanzo a ver ese mundo por el que una humanidad entera ha pasado como si fuera humo. Tan sólo el cielo conserva su color inamovible: ese negro inmenso e inerte que se extiende tras la atmósfera. En lo más intrínseco del paisaje subyace un ser inanimado. Todos lo miran. La invisibilidad de la diosa posee la facultad oculta de atraer las miradas. De ahí su belleza. De ahí el horror de su imposibilidad. Impasible también. La naturaleza siempre tan impasible. 

Tras los requisitos dolorosos de esta existencia hay un viaje desnudo. Un tránsito triste que se diluye en la noche oscura que brilla tras la niebla. Es un anochecer idéntico a cualquier otro anochecer. Igual de monótono. Igual de importante. Está el ajetreo, el equipaje, los diversos pueblos, el aire estancado de las ciudades, las opiniones, el ruido insignificante…

Y a este lado del cristal, a través del halo de polvo del salón, vislumbro las señales de un nuevo caos. Veo el retrato de mi rostro brillando tenuemente en el reflejo roto de todos los espejos de la casa. Lo observo con la fascinación que provoca una fotografía antigua de uno mismo en la cual tu propia presencia se ha borrado. Recuerdo todo lo que había en ella: una ternura mística ocurriendo como un acontecimiento incendiado y remoto, llamaradas sensuales en el nombre de Dios. Pensamientos y visiones poco habituales que jamás llegaré a conciliar con el mundo, pese a mis intentos. 

Aún sigo creyendo confusamente en Dios. No tanto en los dogmas, aunque siga siendo consciente de que esos pequeños e inocentes engaños nos son necesarios para acariciar cierto reflejo de una certeza. Tal como lo hace una palabra con su objeto. Tal como lo hace la farsa del lenguaje con su motivo. Pero no se sonrían, hablo también de esos otros pequeños e inocentes engaños con los que se rechaza lo religioso, igual de dogmáticos, igual de absolutos. La fe en lo relativo no deja de ser otra verdad absoluta, igual de engañosa, incluso más doctrinaria y grotesca si cabe. Eso he aprendido.

Busco verdades ocultas en las sombras de una habitación alquilada. Trabajo bajo la supervisión de un hombre de niebla. La luz oscura y ultra-terrena de sus pupilas se desparrama por las paredes desconchadas, como si su visión fuera el síntoma de una enfermedad espiritual. Su mirada se para y señala. Esto es lo que encuentro, la verdad que poseo, una mariposa enferma rodeada de escarcha. Es entonces que el hombre de niebla deja de ser hombre y se adentra en los bosques, ataviado únicamente con su condición de nebulosa, por entre los pinos y las bestias, por entre los búhos y las meigas, transformando las rocas y el musgo en piedras preciosas, en residuos emocionales íntimamente cristalizados. En la distancia, los trenes desaparecen dentro de su propio humo, dejando tras de sí un ruido discordante, una especie de trueno repitiéndose en la habitación contigua. 

Me relajo, trato de tocar a Bach al piano, pero de cada nota resulta ese mismo sonido, el mismo estruendo, el mismo trueno anunciando la tormenta, una y otra vez, tronando en un complejo contrapunto. El de mi pensamiento. Con todo ello sólo intento contemplar el verdadero color de las entrañas. Descubrir si existe algún órgano cuya función sea la compasión. 

El espacio que habita mi cuerpo se ha convertido en un silencio espeso de emociones, con un olor a podredumbre vegetal y un algo de paz mineral. Todo ello iluminado vagamente por la luna. Pienso en un menhir resplandeciendo en la noche y creo haber acertado. Es ahora que veo claro que no existimos: esas estatuas grotescas que los hombres llaman hombres.

La suave métrica de esta nada golpea todos los rincones de la existencia. Es todo fantasía. Aunque tal vez todo esto sea mi manera de decir que estoy solo. Una vida de espejos hacia adentro. Alzo la vista y encuentro a toda la noche reunida sobre mi cabeza. Observo con gravedad la vida que llevo, repitiendo los mismos patrones oscuros ad infinitum. Una eterna reiteración de la vida que he elegido. Me he convertido en un estilo.

Pero seré prudente. Creeré en la idea del amor simplemente para hacer tolerable el paso de los días. Como hace toda esa gente tan decente. Me lo tomaré como una especie de simpatía vitalicia. Intentaré sentir emociones que no se puedan expresar con más de una sílaba. Éste será mi compromiso con la mentira, o tal vez un mero ataque de furiosa sinceridad. Aún con todo, siempre seguiré escribiendo como hasta ahora. Dedicando mis palabras a una musa inexistente, una figura completamente inventada. Lo contrario sería caer en lo más bajo del mal gusto. 



XVIII

Aún conservo un vago sentimiento de devoción, de epilepsia espiritual, de fetichismo contemplativo, de trauma invertebrado, de locura geométrica o de cualquiera de esas cosas que únicamente se pueden traducir con la terminología del humo. Supongo que he de leer mejor los libros y no quedarme absorto descifrando las imágenes hipnóticas que veo entre sus líneas. Pero pasemos a la acción. Juguemos con sus trampas. 

¿Qué opináis del asesinato? Hay un tipo de belleza definitivamente homicida. No te golpea ni atraviesa con objetos punzantes. Simplemente te apunta con un revólver invisible. Tu imaginación calenturienta haría el resto, hasta que tu corazón simplemente fallase o una vena de tu cerebro estallara irrevocablemente, con un último dolor, un dolor definitivo. Desearía poseer ese tipo de belleza. Desearía tener la capacidad de poder condensarla en una sola palabra. Saldría corriendo a la calle más transitada para gritarla. Una sola vez ¡Una vez sola! ¡Desearía veros morir a todos de esa manera! ¡Sólo así me quedaría tranquilo!

Me gustaría utilizar aquí algún tipo de terminología teológica y delirante. Algo que superara esta vaguedad que muchos confundís con la vida. Y no estoy hablando de trascendencia. Hablo de realizar un coito anal con este trocito de literatura. Hablo de realizar una Ilíada terrible sobre tu boca, sobre tus pezones o sobre el bello púbico que ya no tienes entre tus piernas. Hablo de convertirte en una diosa que ya no vuelva a sentir nada. Llenaría tu mente únicamente de significados. Con esencias desprovistas de palabras ni de ningún tipo de engaño que las represente. Te haría abandonar aquí mismo el lenguaje. No necesitarías comprender nada. ¿Acaso nunca habéis presentido a Dios durante los espasmos tísicos del orgasmo? ¿Acaso nunca habéis eyaculado este tipo de certeza?

Me encantaría desplegar aquí mis conocimientos sobre Duns Scoto, Mark C. Taylor, el maestro Eckhart o mismamente sobre mi querido San Agustín. “La luz brilla en las tinieblas…”. Pero no pienso hacer uso de semejante luz impresa si mi propósito no es claro. A veces pienso si acaso he contraído una enorme sífilis en el alma. Uno nunca puede estar seguro de con quién conversa. Hay miradas que son infecciosas, incluso existen labios que con un leve movimiento ya te pudren por dentro. Tal vez debiera hacer uso de un aislamiento preventivo. Y no me quejaría. Al fin y al cabo es la soledad lo que confiere a mi mente y a mi escritura una noción fantástica… incluso un amor por todo lo que se encuentra radicalmente alejado de mi presencia. No podría ser de otra manera. Me agotó el trato con la gente en esta mi búsqueda de absurdos reflejos. 

Nada. Absolutamente nada de lo que acabo de mencionar es de ninguna utilidad. Retomemos el camino de la belleza. Sin homicidios. Sin orgasmos místicos. Sin reclusiones misántropas. Cierra los ojos y observa la catarsis que te golpea. Escucha ese grito inocente que te llama, que te azuza como un niño solitario al que han abandonado en los pasillos interminables de tu mente. ¿Acaso nunca sospechaste que estuviera ahí? ¿Es que ya lo has olvidado? Cógeme de la mano. Camina sin otro amigo que el reflejo que te ofrezco. Paseemos por este jardín ilimitado de orquídeas luminosas. Contemplemos el empapelado imposible que ahora recubre tu piel. Permite que tus más ocultas emociones transpiren delicadamente a través de la superficie de todas las cosas que alcances a imaginar. Contempla el baile, escucha el canto, háblame de lo que quieras. O simplemente haz, haz todo lo que desees, pero retomemos la belleza. Únicamente la belleza. Hagamos caso de ésta, mi última mentira. 



XIX

Cae una duda sobre el dominio de lo maravilloso. La singularidad del mundo sería aceptable si uno no presintiera que hay trampa. La noción del cambio es lo único que permanece. Las constantes permanentes de lo mudable. Lo que hemos de ser se decide en un lugar demasiado alejado. Pero no hablaré de horizontes. Esa retórica obsoleta no hace más que agravar el desorden. Mi yo poético pretende traicionar a ese otro yo descreído que se repite insaciablemente. Una cadena infinita de traiciones. 

Los borradores sobre los que trato de plasmar todo esto se han convertido en un lago estancado. En un proverbio acuoso en cuyo centro sobresale un cofre dorado sostenido por la mano de la ninfa. En su interior fulge todo aquello que mis palabras aún no han traicionado. Todo lo que ya no está más. Lo que debería ser y no ha sido. 

Nunca me he sentido más asombrado en mi vida, ahora que he despertado bajo el agua creyendo estar en el cielo. Los peces atraviesan el líquido amniótico de mi consciencia, agitando sus alas de coral, desnutridos, suaves y delicados. Trazan curvas femeninas en las formas obsoletas del verbo indefinido con el que trato de flotar, de salir a la superficie de mi cuerpo. Estoy a un sólo centímetro de poder respirar, de traspasar mi propia piel. A un centímetro tan sólo. 

Ayúdame a salir de aquí. Tú me empujas y yo te agarro. Una sonrisa será nuestra señal. La señal de que aún estamos vivos. 

Hay un metal congelado en el centro de este poema. Mis palabras transpiran mercurio. Es el símbolo de que no he comprendido nada todavía. Utilizo un alfabeto forrado con piel humana: sé que arrastro las sílabas al hablar, dejando la carne y el hueso al descubierto. Estoy reservando la sangre para el final. Mostraré mi alma cuando ya no quede espacio en el papel para seguir escribiendo. Cuando todos se hayan ido.

Es ahora que te acercas. Brilla tal incandescencia en tu rostro. La conclusión de las pasiones. La ofrenda desconsolada de las flores primaverales. Tu amor se ha convertido en un culto mistérico, en un sacrificio sangriento ejecutado diariamente para asegurar la regeneración del universo. Alzas los brazos exhibiendo su transparencia. Una palidez confundida con la luz lunar. La confusión estelar de tu rostro. Los accidentes astrales de tus pupilas. ¿Cómo te llamas? Dímelo. Será una palabra donde toda la belleza del mundo se encuentre condensada. Un símbolo impronunciable. Un secreto guardado bajo pena de muerte. Esa muerte inevitable. Muerte. ¿Será acaso ése tu nombre?

Sufro de un horror vacui vergonzoso, tan sólo saciable con las repeticiones arcaicas de tu ser. La reiteración de tu misterio azulado: los estratos minerales que presionan la roca durante eones, hasta convertirla en diamante. Bajo la piel, en el centro magnético de la tierra. Un hecho mágico acentuado con lápiz labial. 

La nieve se adhiere a tu presencia, pero sé que estás viva tras ese aspecto de indiferencia. Todos los caminos que llevan hacia ti están sepultados bajo las capas nevadas de tu silencio. Te recuerdo de pie, en un portal, como un animal salvaje que se resguarda de la tormenta, sacudiendo las mentiras de tus labios con un pañuelo escarlata, dándote cuenta por vez primera de que no existes. Las fantasías de mi mente se tambaleaban, junto con el resquebrajarse de sus paredes, el desplome de sus cimientos… todas las civilizaciones que allí habitaban fueron arrasadas por la avalancha, junto con la ilusión efímera de tu existencia. Me sentí alarmado por el color que había adquirido tu rostro, cuando quisiste avisarme de la tragedia. No me di cuenta de que ya habías muerto, tres días antes, sangrando de pies y manos, abierto tu costado.

¿Cómo te llamas? Dímelo. Estoy a un sólo centímetro de salir de mi cuerpo. Esa es la exacta medida que nos separa. La distancia que algunos llaman el despertar de la consciencia. El recorrido necesario para descubrir que nacimos muertos. La voluntad necesaria para volver a creer en Dios.  



XX

Estoy barajando una vuelta a la infancia, allí donde el niño prodigio hacía volar su cometa negra, totalmente alejado de los demás. Al lugar donde sus ojos fúnebres se entretenían observando a los amantes dar vueltas vertiginosas, rodando cuesta abajo por un prado repleto de espectros. Allí, donde su pecho hacía acopio de un tipo de amor mordisqueado por las polillas, ideas locas palpitando en la maraña de lápidas que cubrían su corazón. Quiero volver a aquellas noches donde sentía cómo todos los candelabros y arañas de cristal de mi casa temblaban, al paso de la locomotora de mi mente, hasta el punto de estamparse contra el suelo y volar en mil pedazos. En cambio, durante el día siempre veía a toda esa pesada legión de falos preñando al mundo con fantasías estériles, de las cuales siempre me mantuve alejado con una especie de ira religiosa. 

Recuerdo a ese niño, de cuclillas, observando el discurrir de los acontecimientos, sopesando cuál sería el arma adecuada para la ocasión. Aún puedo ver aquel reposo perfecto dibujándose en su rostro al determinar la elección, mezclado con un vago matiz victoriano. Ése fue el momento preciso en el que se produjo el resplandor de una navaja automática dividiendo el mundo en dos. Aún sigo habitando el lado que reservé únicamente para mí. 

En realidad tampoco han cambiado tanto las cosas. Siempre podrás encontrarme por las noches, aparentemente borracho, abrazado atrozmente a alguna diosa griega, adorando las sutilezas de su inmovilidad, o siendo rehén de cualquier otra alucinación jónica. Me verás sufriendo erecciones solemnes ante la sola idea de una Ishtar radiante renaciendo de la crisálida nocturna de mis pensamientos. Sería el símbolo definitivo de una aniquilación total. Me preguntarás entonces si he estado de nuevo leyendo novelas rusas, o si he pasado el día perdiéndome entre mis papeles mugrientos garabateados con citas de la Biblia. La tristeza con la que te responderán mis ojos te hará creer que he sido de alguna manera golpeado por el  Atlántico. Erróneamente, me creerás poseedor del mensaje jeroglífico de los mares. Señalarás con pánico mis virtudes en el mapa, posando la punta de tu dedo sobre una coordenada perdida en el océano, justo allí, donde absolutamente nada se vislumbra. Me perderás completamente de vista mientras me alejo, absorto en mis pensamientos, a través de algún sistema demente que no es solar. El encaje negro de mi escritura dejará entrever alguna explicación, mi desnudez lunática, esa piel apesadumbrada por donde los mitos se prolongan con figuras tatuadas. Seré partícipe de alguna extraña barbarie; encontrarás las puertas de algún templo pagano abiertas de par en par y una extraña noche fluyendo por entre las baldosas. Tendrás que imaginarte la sangre por ti misma. Tal vez alguna serie de imprecisiones te harán adivinar lo ocurrido. 



XXI

Siempre acercan sus bocas a mi oído y pronuncian una palabra: sentimental. Yo arrugo instantáneamente la nariz y vomito mis sentimientos, a tropezones, sobre sus vestidos nuevos, junto con el resto de la cena. Siempre se alejan pronunciando las mismas palabras: ¡odioso, odioso! Esto es un trocito de mi De Profundis personal con el cual no les voy a cansar más. Hablaré en cambio de epitafios, de la aceptación del amor profano y sagrado como si estos fueran un solo amor. Hablaré de suicidios hábiles cometidos en clave, de narcisos ardiendo en la oscuridad. 

Adquiriré la capacidad de transfigurar mi cabeza en la de un apóstol diferente, dependiendo de la ocasión. Esa capacidad para ignorar la facilidad con la que los demás se escandalizan, una reacción que no esconde sino mera crueldad. La efigie del romanticismo, el sustituto del resentimiento. Ignorar esas mutilaciones silenciosas, cómplices de una vana oscuridad y de la autonegación más absoluta. Ignorar ese vivir la vida como si ésta fuera una larga venganza contra la vida misma. Sé que me estoy expresando con la mímica de un tuberculoso, con el mutismo engañoso del ruido. Tal vez esté utilizando una fórmula siniestra, un método desgastado por la lluvia ácida. Desilusión. 

No os molestéis en acercaros. Descubriríais a una especie de Gary Cooper de las emociones que mantiene relaciones ponzoñosas con la magia. Sería un compañero de baile con las piernas mutiladas y un traje de noche hecho a la medida de unos sueños demasiado perniciosos como para ser mostrados en público. Para entender el color de las entrañas hay que utilizar un lenguaje entrañable, visceral. Me disocio de la cuestión del amor y pongo un copo de nieve duro y manchado de carretera donde debería figurar esa palabra. A pesar de todo sigo renegando de todos esos venenos cínicos y resentidos que se usan para definirla. 

¿Tú amas? Amar. Una palabra que se enciende por dentro con un mecanismo de sucesivos espejismos. Abandono la idea de situar a una persona como objeto del amor, la sustituyo en cambio por la deidad. Adoraciones, templos, altares, ofrendas imaginarias… la ausencia extásica de un Dios ignoto y los deleites espirituales que su omisión aparente dispensa. Todo ello arremolinado como el viento urbano, formando espirales por pasajes invisibles. La voluntad adquiere entonces formas épicas y deliciosas en las entrañas. La visión, esa visión, toca terriblemente los cielos arrebatándose con ensoñaciones reiterativas y proféticas. Caer en picado desde la maravilla sobre un bloque de hormigón realista, y aun así conseguir extraer toda la belleza de ese dolor. Este es mi tipo de amor. No me habléis de otra cosa, asentiré como quien asiente a un rey desnudo que te habla de ornamentos y opulentas vestimentas. Me guardaré de ser ese niño que lo señala y se sonríe entre la multitud, aun siéndolo. Aun no creyendo ni una sola palabra tuya. 

“- Mi querido amigo, ¿qué quieres decir?” Me dirías. “Si eres el primero que celebra la deserción cósmica de ese adorado Dios tuyo con botellas burbujeantes y excursiones literarias a lo más profundo y profano del mundo y de su sexo.” Ya lo sé. Me hago cargo. Me hago cargo de mi hipocondría espiritual, pero no seré yo quien aparezca a las puertas de una deidad para realizar exámenes psicoanalíticos a su Nada. Me basta con mi mala prosa y mis peores sentimientos, aun si acaso eso me convierta en un pobre diablo. Pero un diablo significativo. Uno vagamente reminiscente de todas aquellas introspecciones mitológicas que han dado forma a nuestra existencia. A la existencia. Debemos conservar la cabeza ¿no te parece? Podemos quedarnos sentados observando cómo se derraman nuestras almas por una catarata trivial. Realizar algún pequeño floreo descreído que quede impreso para la posteridad aunque supuestamente no creamos ni siquiera en ella… una pequeña traición a nuestra supuesta falta de Fe. Otro ornamento nihilista para añadir a nuestro cinismo. Sí, podemos quedarnos sentados como ratas. Enmarcar nuestras vidas con una imagen de complicidad vergonzosa y desproporcionada con la imposibilidad. Este es un tipo de vergüenza que en algún momento manchó mi vida. Pero ahora trato con todas mis fuerzas de llegar al fondo de mí mismo. ¿Qué os parece? Pero no os preocupéis. Es puramente el deseo de una relación emocional entre todos nosotros, pese a que este deseo adquiera la apariencia de los demonios y los dioses griegos. Pese a que este deseo posea el filo de la navaja  y lo descaradamente engañoso de los trucos de la ficción suburbana. 

No se trata de nada malo. Es el amor ideal de siempre, el amor que siempre termina ardiendo en el Hades, el amor inmoral, el amor eunuco y podrido mezclado con las lágrimas. Ese pequeño espasmo en las entrañas. Escupo sangre sobre los pétalos de narciso que arden en todas las direcciones de la oscuridad, en todos los sentidos que llevan a ti. Perdóname Dios por no haber tomado aún ninguno de estos caminos, aunque mi capacidad para soñar sepa discernir que en realidad, se trata de uno solo. 



XXII

No se por qué estoy diciendo todo esto. ¿Por qué no puedo callarme la boca y estar en silencio? ¿De dónde viene esta sensación absurda que impone sus palabras, sus directrices, su dictado? Es como un acceso convulso de responsabilidad. Pero no se trata de una tarea encomendada por algún ser invisible y malintencionado. Tampoco estoy ejecutando una misión delirante con metas egomaníacas. Esto que estoy haciendo no es mi función en la vida. Es tan solo un impulso, una inercia inmoral, una vuelta atrás siguiendo los mismos pasos que hasta aquí me han traído. Se trata de sustituir esas huellas fantasmagóricas por otro tipo de incidencias: palabras y frases, aún más fantasmagóricas si cabe. Consiste en ejecutar con ellas un reverso hipnótico de lo vivido. Un eterno retorno. Un retorno al origen, al origen de la niebla. Ahora me veo obligado a hablaros exactamente de eso: el origen de la Nada.

En este punto soy incapaz de pensar. O mejor dicho, de seguir pensando. No quiero mencionar el inconsciente ni el Pathos. Me niego a recurrir a las ciencias ni a las feas artes literarias. Ni siquiera pretendo hacer uso de la brujería, ni ortodoxa ni heterodoxa, y menos aún realizar una exhibición estéril de sigilos sobre la materia muerta del papel. Ni siquiera me encuentro con el ánimo de hacerle un mínimo guiño a la magia. No es esa mi función en la vida tampoco. 

Tal vez sea el momento de parar de escribir e intentar contaros algo con música. Utilizaría una sola nota, una reiteración percutiva ejecutada al piano. Un do sostenido repetido durante treinta días y treinta noches, sin ningún tipo de pausa ni descanso -habréis de inmovilizar vuestra mente y resistiros a las tentaciones que se os brinde durante este tiempo-. Con ello trataría de emular la insistencia del ciclo lunar, la constante invariable de la menstruación, la ira incansable con que el Dios menor golpea una vez tras otra el miembro eréctil del monstruo submarino, de cuya mutilación siempre surge una y otra vez el ser primigenio: el Adán de la mente. Recrearía un constante amanecer en vuestros oídos, un sol naciente en el espacio acústico de vuestros cráneos: la eterna gradación dorada repitiéndose en el horizonte más alejado de vuestro ser. Allí donde ya no sois. Y todo ello con una sola nota. Un solo dedo golpeando el piano que ocupa el desierto de mis entrañas, durante treinta días y treinta noches.

Esto es la música, el lenguaje de la Nada. La antesala del origen, de cualquier origen. Es la convulsión extásica de todas las cosas que aún no han comenzado, de todo lo que es eterno y que aún carece incluso de existencia. Y es justo ahí, en el vórtice de esa Nada, en el centro axiomático de esta mi convulsión primordial y ahogada, que vislumbro la mirada. Tu mirada. Tu cuerpo desnudo reposando sobre las sábanas ensangrentadas. Tu piel palpitando con el mismo impulso que ha creado el Universo. Estoy hablando del origen, el único origen. Estoy hablando del amor. 



XXIII

El sigiloso y sensible tema de este poema se está enmarañando en su propia estructura egoísta, entre sus caprichos y sus encajes interrogativos. Un jeroglífico con las bisagras oxidadas que sólo se abre hacia adentro. Su interior está tan abarrotado de anhelos fantásticos que es imposible meter la mano siquiera. Y aun con todo, se corre el peligro de ser alcanzado por los rayos de la parálisis nocturna, por el humo secreto y asfixiante de las locomotoras de la imaginación. No existe ninguna transición entre ese lugar y este, más que este puñado de palabras mal escritas. Quisiera esconderme entre las ropas tendidas y aún húmedas de alguna azotea, en algún lugar de complicada ubicación, cerca de algún cielo difícil de describir, lejos de aquí… aquí, donde el tiempo no existe más que para matarnos.

Presiento las señales del atardecer. El viento martilleando las persianas, luces agoreras reflejándose en las paredes, los murmullos lejanos de toda esa gente desconocida, el canto lacónico de los pájaros: pedazos del mundo colándose por mi ventana. Las estampillas hagiográficas que siempre tengo sobre mi mesa salieron volando y ahora se encuentran tendidas sobre el suelo perfectamente alineadas, con la certidumbre de un mapa, con las intenciones mostrándose boca arriba. Empiezo a vislumbrar hacia dónde me dirijo aunque aún persistan la mayoría de interrogantes. El destino ha adquirido la apariencia de un mito menor. Menor pero infranqueable. He empezado a adquirir los gestos propios de un monstruo marino y a ejecutarlos con una terrible naturalidad. 

Este es el momento de experimentar un fenómeno verdadero. Uno que no sea literario, ni tampoco real. Simplemente verdadero: quiero hacer un salto grosero, uno que supere esta lucha torpe contra mi adolescencia prolongada. Uno que sobrepase las falsas creencias en las que se asienta toda esa madurez prefabricada que la gente acepta sin rechistar y que sólo sirve para que se acepten los unos a los otros tal como no son. Daré un salto furioso, provisto con el vocabulario de la agitación. Viviré un relato épico y lo escribiré con la tinta más vulgar que encuentre, con el jugo de la fruta más prohibida e inexistente posible. Llegaré a los límites de mi idealismo. Nada puedo hacer ya más que mover mi alfil más predilecto más allá de esa línea, a un lugar que no ha existido jamás en este tablero. Me encontrarás en la noche, en la cumbre de una montaña invisible, en el resplandor más oculto de los faros costeros.  Me encontrarás en este mismo lugar, del que nunca me habré movido, aun no habiendo nunca estado. 



XXIV

Nunca había tratado de cruzar de esta manera el territorio prohibido que se extiende entre el Yo más inmediato y las lagunas mitológicas que humean tras la personalidad. Es como arrastrar un ataúd elegante a través de unas dunas todavía vírgenes, todavía ardientes, bajo la luz bermeja de un círculo solar aún oculto por su compañera. Una emoción eclipsada por un astro orbital que está apunto de aberrarse. Es como amueblar tu mente con antigüedades mal articuladas y terriblemente agujereadas por la carcoma. Como si un coche negro te esperara cada noche al final de una calle estrecha con la puerta trasera siempre abierta. Y tan sólo tienes a un unicornio moribundo como único testigo de todo lo que tu personalidad esconde tras de sí: extensiones de nieve endurecida que apenas cubren el desastre urbano. Una ciudad sepultada bajo el frío, bajo la invisibilidad hiriente de una atmósfera ennegrecida. Ves a los pájaros huyendo de tu carácter prismático y novelesco. Un caleidoscopio de testimonios imposibles de creer. Otras dimensiones estallan en tu pecho dejándote un aliento a podredumbre. Un plasma alucinatorio que te llega hasta las rodillas: de entre sus profundidades surgen nuevos continentes, ninguno de ellos razonable. Todo a tu alrededor se convierte en un pantano de materia húmeda que pugna por existir. Caras, montañas, planetas… pensamientos contenidos en burbujas de jabón que explotan al chocar contra la noche. Te encuentras al reino de la historia completamente invadido y saqueado por un enigmático capricho al que tantos se empeñan en definir con la palabra Caos. Una cadena de fenómenos que no permiten ser racionalizados, sea cual sea la maniobra engañosa del docto de turno. Una eyaculación que bombea un último espasmo de existencia, esta vez acometida sin el permiso de una explicación, ni científica ni legendaria. Del esperma-lodo resultante surgen unos tipos solitarios que vuelven a obtener fuego de una piedra. Es el nuevo comienzo. Es el inicio de una continua repetición y yo estoy vivo en medio de este vacío sin ubicación. Una infinita migración de grullas ocupa todo el espacio de la aurora. Estas invaden incluso los límites de ese resplandor anaranjado que indica que aún mantienes viva alguna de tus antiguas emociones. La noche ha vuelto a salir, junto con esta terrible soledad. El mito de la soledad. Ese mito compuesto de paisajes impersonales y maravillosos extendiéndose sin más, ignorando cualquier indicio que pudiera sugerir un horizonte. Los copos de nieve caen continuamente sobre su superficie, disolviéndose en el azul de sus océanos. Unas selvas como arracadas de un grabado renacentista centellean desde la penumbra de su propia imposibilidad. Tras ellas hay otro vacío sin ubicación. Unos tipos solitarios vuelven a surgir de esa sustancia pegajosa pese a ser inmaterial, obteniendo de nuevo fuego de una piedra. Se lanzan otra vez hacia otra infinitud, hacia otra soledad primigenia.

Un diluvio ha cubierto todo este cúmulo de palabras fallidas que me he atrevido a escribir hasta ahora. Los límites continentales de este poema vuelven a ser invadidos por los océanos, golpeados por las olas en sus orillas más débiles. Todo rastro de tierra ha sido completamente cubierto por las aguas. Pero esta vez, un horizonte se dibuja en los bordes del lenguaje. Una paloma que porta un ramito de olivo en su pico sobrevuela toda esta sintaxis oceánica con la que malgasto mi existencia. De la nada acaba de surgir un arca majestuosa. Su interior está repleto de animales, de bestias salvajes esperando la señal para empezar a procrearse. 



XXV

“… los tiempos son tres: presente de las cosas pretéritas, presente de las cosas presentes, presente de las cosas futuras…”
San Agustín de Hipona

El Hogar es siempre lo que más lejos queda. Es precisamente de esa lejanía de donde las voces vienen. Y digo voces, aunque en realidad se traten de una sola. O al menos, lo que sí os puedo asegurar, es que es una sola cosa lo que dicen. Distintas maneras de repetir lo mismo. Esto es lo incisivo. Este es el acto mágico: la repetición. Una reiteración continua que se entrelaza como los arabescos de una mezquita en una ciudad santa: emulando, recreando la eternidad con un sólo motivo repetido hasta la saciedad. Un mantra literario. ¿Por qué si no os creéis que me he repetido tanto en este escrito? Todos los poemas de este libro dicen exactamente lo mismo. Es la única manera. El único camino por el que poder regresar. Sólo se regresa si se regresa eternamente. Esto es lo último que he aprendido. El Hogar, ese lugar de donde vienen las voces, siempre estuvo, siempre está y siempre estará lejos. Siempre ha de estarlo. Si has llegado a algún lugar es que no has llegado a ningún sitio. Y menos aún al Hogar. No es cuestión tampoco de quedarse quieto en el espacio, ni de inmovilizar tu mente. La existencia no es ni una línea ni un punto. Ni tan siquiera un círculo. El Alfa y el Omega es tan sólo una manera de hablar. Y en todo caso, esa es una cualidad que no nos corresponde. 

El regreso es un viaje a ciegas, la más exquisita exploración, un penetrar de lleno: la auténtica confrontación con lo que uno es. Y no, no me refiero a un enfrentamiento con uno mismo. El uno mismo no existe. Eso es lo primero que se intuye si realmente has viajado. El uno mismo es la obviedad estipulada que más pronto he aprendido a aborrecer. Un deshecho que no tiene absolutamente nada que ver con los sutiles impulsos que confundimos con nuestro propio ser, o con un Ser que sea realmente nuestro. Lo que eres no te pertenece, pues ni siquiera existes. O al menos, lo que hay en ti existe en una mayor medida que tú mismo. Seamos serios y escuchemos todo aquello que nos sobrepasa. 

La personalidad es una réplica de hielo de todo aquello que creemos ser. Una gélida existencia. Pero es ahora que bajo mi mente fluyen los delicados impulsos de otra mente. Estos se están personificando en un caballero solar dispuesto a protagonizar el cálido deshielo de mi propia réplica. Será como una cascada de planetas atravesando la garganta o como una serie de eclosiones en el centro de un agujero negro. Es el tópico de la creación como acto destructivo. El acabar con el uno mismo. Y es que, al acabar mi obra, habré desaparecido. Víctima y culpable. En la escena del crimen sólo quedará el arma: mis dibujos, mis escritos, mis partituras. Es así como ha de Ser. Es así como he de Ser. No hay otra manera. La muerte es tan sólo el instante de un encuentro con cómo se es realmente, y ya me he vuelto inmune a mis propias fantasías, esas que configuran mi persona. Ya no habrá persona. Ni tan siquiera quedará el mínimo rastro de este mi eterno retorno. Sólo quedará el Hogar. Ese lugar lejano de donde las voces vienen. La Nada. Todo aquello que siempre estuvo, está y estará… lejos. Todo aquello que volvió, vuelve y volverá, en forma de voces. Porque es así como vuelven, en los tres tiempos posibles: en un eterno presente repitiéndose a sí mismo.


Exégesis De Una Vida Oculta

I

Estoy infectado de vida. De una sola vida. De una vida que se multiplica. De una vida transmitida a través de una picadura de escorpión. De una palabra aguijón. De una señal malinterpretada. Del supuesto de esa palabra. De una palabra que es un nombre, el nombre de otra palabra. Yo soy esa palabra. Soy ese yo que se volatiliza si me llamas por mi nombre. 

Los cuervos revolotean en círculo alrededor de la herida. Y es a través de la herida que se accede al otro lado. Pero no hablemos de la herida. Tampoco hablemos del dolor. Hablemos del otro lado. Del lado oculto tras la piel. Hablemos de todo aquello que transpira por los poros. Hablemos de todo aquello que se volatiliza al llamarlo por su nombre. 

Estoy perdido, pero te voy a mencionar mi ubicación: un coordenada improbable entre la Jerusalén celeste y la Jerusalén terrestre. Jamás confíes en nada que no sea improbable. Jamás confíes en nadie que niegue estar perdido. Jamás le tiendas la mano a nadie, a menos que ese alguien se declare habitante transitorio de una estación de tren cualquiera. 

Confío en el enigma. En el poder de su constancia. En la verdad de su irresolubilidad.

Confío en la Ciudad Santa. En su carácter bidimensional. 

Confío en todos los mapas, pues al mirarlos de perfil todos son lo mismo: una sola línea. 
Atraviesa esa línea.

Confío en la existencia de una fantasía primigenia. 

Descarto la realidad de todo lo que existe entre los polos. Tan sólo es el magnetismo lo que importa. 

Desconfío de todo lo que configura a una persona. Su insistencia en existir no es más que la reafirmación de su inexistencia.

Desconfío de las cuestiones. No son más que la asunción infantil de que las respuestas existen. Jamás me hagáis preguntas, os diré que os creéis personas.

Me encuentro en medio de dos instantes. Al borde del agua que penetra en las estaciones. 

Me encuentro en el lugar del encuentro. Allí donde soy sin ser y habiendo ya sido.


Pero lo más importante es que me encuentro justo aquí, donde tú no eres nada, ni jamás vas a serlo.



II

Observo mi reflejo en el metal silábico de las palabras. La mandíbula desencajada por el lenguaje. Un viaje a ciegas en el que todo se convierte en perla. Óxido. Exhalo el vaho de mis entrañas de un modo vagamente caballeresco: soy una locomotora de acero parada frente al extremo cortado del carril, pero toda mi maquinaria aún está en marcha…

El útero estalla con todas sus posibilidades dentro: los labios azules, las estatuas, los autos negros, la daga de empuñadura espinosa, la soga marginal, lo divino, el sonido ultraterreno de las balas, la sierra desdentada y cadavérica… todo ello apagándose, destiñiéndose, adquiriendo oscuridad poco a poco como una naturaleza muerta engullida gradualmente por la medianoche.

Sepúltame bajo la nieve, entiérrame en los bosques nevados como una espada que se ha roto. Sentiré las encías de los peces, los mordiscos de los insectos, la eternidad enfriándose dentro de mí. 

“Un niño yace encogido a la orilla de un lago congelado. Su piel es azul y sollozante. A pocos metros de él, bajo las aguas heladas, hay una ciudad sumergida. Ésta posee la apariencia de una metrópoli arcaica que ya forma parte integral de la estructura del hielo. Una de sus torres atraviesa la superficie alcanzando los cielos de manera irracional. En otro lugar, muy distante de este otro, observamos un salón aparentemente vacío. La luz de neón se cuela vagamente por sus ventanas. En el centro de su oscuridad resplandecen unos peces de colores. Éstos se encuentran completamente inmóviles, muertos, incrustados en el agua congelada de un acuario. Yo soy ese acuario.”

Con estas dos imágenes sólo pretendo describir el estado de mi piel. Mis manos, ya moradas, han perdido toda su sensibilidad. Déjame calentarlas entre tus piernas, acercarlas a una hoguera de símbolos incomprensibles, posarlas suavemente sobre la piel tatuada, cualquier piel tatuada, una piel abarrotada de significados cálidos. 

Es en este frío inconcluso donde perecemos. Nada hay más elocuente que la muerte. Hay un Dios que nos habla a través del código de nuestras desapariciones: un vocabulario helado compuesto de asesinatos, enfermedades, accidentes y paradas cardiacas. Una música que se enfría a medida que el tiempo avanza hacia Él. Con todo, confío en que mi muerte hermosa embellecerá al mundo. 



III

Entre las nieves, una voz saturnina evoluciona como un organismo vivo hasta llegar a alcanzar de nuevo su propio génesis. El movimiento continuo de la imaginación. No hay cánones para esta aventura. Al llegar la noche realizas la misma serie de letanías marginales, arrodillado frente a tu altar interior. Profecías hipotéticas que se cumplen antes del amanecer, en el único lugar posible, en la última estación, allí donde te abandona ese tren transiberiano que se evapora poco después de llegar al final del espacio. Más allá del sueño. Una huída hacia adentro, hacia el reino de la posibilidad.

Pisas tierra en el nuevo mundo del enigma, un pensamiento milagroso con demasiadas salas de espera. El nudo del misterio te estrangula el cuello mientras tu cuerpo cae por causa de una gravedad incierta. Realizas todas las ceremonias pertinentes antes de tener el encuentro con el monstruo. Todo esto se ejecuta siendo completamente consciente de haber sido amputado del planeta. Cercenado con una espada de hierro oxidada y sin afilar. Son las decisiones. El acto mágico de la voluntad. 

Soy capaz de transmutarme en la materia de un poema violento. Me revelo contra el libro no escrito. Contra todo lo que aún no he dicho. Me niego a ser cómplice de ese fenómeno risible en el que el escritor y su lector lloran juntos sin motivo alguno. El comportamiento del lenguaje es ciertamente monstruoso.

No queda más que observar, sentado sobre tu propia sombra. Calentar tus manos frente al fuego de tus más altas pretensiones. Hacer de ellas el arma más afilada y eficaz contra los complejos ajenos. Contra la necesidad risible de los otros por minimizar todo lo que en ti resplandece. O contra el peloteo grandilocuente con el que se unen los mediocres en las redes. No hagas como si el mundo no te afectara. La herida es parte de tu resplandor. La agresividad resultante del dolor te ayudará a sesgar todos los velos que ocultan el misterio. Tu propio misterio. La agresividad junto con todas tus delicadezas. Todo. No menosprecies ninguna parte de tu corazón ardiente, digan lo que digan los códigos moralistas y sociales del momento. De todos los momentos. No permitas que ninguna ideología te minimize. Todo lo que posees es un don concedido por el Sol. Se parte del firmamento.   

Escribe un único libro en tu vida. Haz de tu obra entera una sola cuchilla. Un sólo filo. Una única síntesis bio-gráfica. Un único epitafio. Olvídate de todos los caballeros literarios. ¿Qué digo caballeros? caballeretes. Ofréceles tu orina, algún verso ininteligible en el que crean visionar la eternidad Maya, o con el que puedan compararse y así confiar en su propia legibilidad. Legitimidad. No te sientas lastimado por los detalles. Escucha tan sólo toda esa música que sabes que acabará absorbida por la oscuridad. Sométete a ti mismo a una educación siberiana. Cubre tu apariencia externa con tatuajes, como lo hacen los presos rusos, pues tu existencia interna apenas dista de la suya. Condénate a ti mismo a muerte, a una condena perpetua en la prisión de tus fantasías. Manda a tomar por culo a todos tus “amigos”. Invéntate cualquier excusa para hacerlo. Éste es un viaje que hay que hacer completamente solo. No hay otra manera. Es entonces que sentirás el fuego de la noche ardiendo en tu alma. Es entonces que sentirás toda la plenitud de la Siberia espiritual. 



IV

Hace ya tiempo que abandoné cualquier práctica o gesto explícitamente mágico y religioso, estipulado o no estipulado, ortodoxo o heterodoxo, personal o impersonal. Todas esas cosas hacen olvidar la magia y lo milagroso que hay en lo cotidiano, en lo más inmediato. En la obviedad. No hay mayor acto mágico que la realización de tus tareas cotidianas. No hay mejor ni más sofisticado ritual que el simplemente levantarte por las mañanas siendo completamente consciente de la maravilla que hay en todo lo que te rodea y en todo lo que eres. Cualquier ritual mágico y religioso no es más que una negación del gran milagro que es el mundo tal y como es, incluso cuando se trata de una mera celebración. Basta ya de olvidar. Basta ya de crear teatrillos y escenarios absurdos sobre el Gran Escenario. No llenéis la Tierra Santa, que es el mundo a secas, con porquerías. 

Aun con todo, si encuentro algún pájaro muerto, se lo ofreceré al Sol. Tatuaré su figura en mi cráneo. Escribiré unas pocas palabras en su memoria, que es mi memoria, y las meteré en un bote de formol. Si pudiera alcanzar el mar, descansaría. Me vaciaría en él, esta vez sin ceremonias. O aún mejor, arrojaría sobre sus aguas a cualquiera de vosotros, para que muráis en mi nombre.

Con estas líneas sólo trato de expandir una cálida penumbra sobre un campo demasiado iluminado. Todo es posible porque nada es real: el fuego del poema, como una fiebre alta olvidada durante siglos entre las hojas de un libro. La muerte exterior del mundo. Las joyas infinitas del atardecer. Los eclipses rutinarios que ensombrecen el alma. Los amores lisiados que te hacen creerte inmortal por unos instantes. Las vigilias de los monjes, esperando una segunda venida en lo más inaccesible de sus corazones… Todas imágenes demasiado impregnadas de muerte. Me lanzo a través del resplandor de lo que simbolizan. ¡Cuantas promesas guardadas tras un simple símbolo!

Una Edad Media crepuscular reverbera en cada uno de mis actos. Es como si cada instante fuera un problema irracional. Vivo rodeado de leones rojos y alados que escupen instantes de oro sobre el transcurrir del tiempo. Mi vida es como un baúl imposible de abrir o cerrar. Es como un ojo sin párpado con la mirada fija en un horizonte. Los horizontes son muy fáciles de hacer. Dame un bisturí o un cuchillo y te haré uno en cualquier parte del cuerpo. Te harás así inalcanzable. 

Dejo correr los vientos de fuego a través de mí. Soplos que han comenzado a recorrer el mundo dramáticamente. Se trata de una nueva cartografía, de una nueva rosa señalando en todas direcciones. Le quito lentamente la ropa a la anatomía de esta narración. Una vez desnuda la tiendo, aún temblorosa, sobre una superficie húmeda, rocosa y cubierta de pétalos marchitos. Le hago el amor a ese yo esencial que se oculta en el texto, sin esperar ninguna respuesta. Con ello pretendo crear un embrión impregnado de reflejos. Un hijo bastardo de mí y del lenguaje. Un homúnculo. Este texto no es más que una probeta. 



V

Los fuegos encendidos. El clamor de las hogueras volcánicas centellea durante toda la noche. La naturaleza mineral de la mente insomne es un cadáver opalescente con un resplandor indistinto del de una luna ardiendo. El olor del subconsciente es el mismo que el del azufre. Uno acaba dándose cuenta de que la imaginación no es más que una erupción pestilente. La explosión de un magma perverso y maravilloso escondido bajo presión. La emanación de todos los gases tóxicos que se han acumulado sigilosamente bajo la corteza de tu alma. Soy consciente de que esta especie de poema está adquiriendo poco a poco el hedor de una lava infernal.

Antiguamente, de mi mente fluían arroyos primaverales que regaban la frugalidad del mundo. Ahora estos torrentes están congelados. Por ellos se deslizan los lobos hambrientos de mis más íntimos y antiguos anhelos, patinando silenciosamente sobre el hielo, como dirigiéndose a un lugar nunca visto. A un matadero ultraterreno.

Hace demasiado silencio aquí, en esta promesa lunar. los genitales de la aurora resplandecen con la tibieza de un eterno Diciembre. Volvería a la ciudad si no creyera que ésta no es más que una cita fúnebre sin importancia. Camino junto a la carretera, sobre la escarcha, donde el ganado en otros tiempos se atrevía a pastar aun a riesgo de ser arrasado por algún ómnibus despistado, o por cualquiera de los rasgos estúpidos de esta humanidad ebria. Soy consciente de que yo corro el mismo peligro. Cuando ya no puedo soportarlo más me lanzo sobre la nieve crujiente, me hundo en la simpatía espinosa de su temperatura metálica y deliciosa. Es entonces que te sientes irremediablemente alejado del Sol. En algún planeta limítrofe de nuestra galaxia. O mejor aún, en un meteorito que se mueve a la deriva por el espacio. Un meteorito gigantesco destinado a colisionar contra un planeta azul y lleno de vida. Contra una bola de roca caliente abarrotada de unos organismos muertos y aun así animados que se definen con la palabra “persona”.   

He comprendido la nomenclatura oculta tras la estructura del acero. Un material que he aprendido a manejar hábilmente. Su naturaleza es mucho más preciosa que la de cualquier joya, que la de cualquier metal. Una naturaleza incluso más poderosa que la del oro. Los viejos alquimistas no erraron en sus métodos. Erraron en la materia de su objetivo. No es el oro el material en el que hay que transmutar tu vida interior. Es el acero. He de crear una revolución industrial en mi alma. Abarrotar mi corazón con locomotoras de vapor. Rellenarlo con vigas del mejor metal robusto y con pintura antioxidante. Construir la base de mis más íntimos anhelos con este metal de apariencia lunar. Es ahora que entiendo la alquimia mística de Tetsuo. Es ahora que entiendo que Alemania hubo de reconstruirse desde cero al son de los golpes metálicos del martillo poderoso. Es ahora que entiendo que el único poder que poseía la época soviética residía en el material de sus insignias. En el acero. Únicamente en el acero. Es con este material precioso que construyo un telón mágico entre mí y el resto del mundo. He de inmortalizarme en este amor metálico, un amor mucho más grande que el de cualquier hombre o mujer. 

Escribo esto en una libretita negra. Un objeto que posee la apariencia del eclipse. Estoy seguro de que la naturaleza de este escrito ya estaba contemplada entre las fechas más funestas del calendario Maya. Predicha para los días más oscuros. Para los días en que la luna oculta enteramente el círculo solar. Es la hegemonía del astro femenino. Es durante estos días sin astro patriarcal que la vida se desintegra en la muerte más absoluta y horrible. Bajo el influjo de una única energía, la femenina. Mis palabras son las de un sacerdote precolombino que alza sus manos sangrientas a esta muerte celeste, y a su emulación terrible en la Tierra. La regeneración tan sólo depende de ti. La reinstauración del Sol, la re-ignición de su plenitud radiante. Para ello nunca, repito: nunca, nunca dudes de servirte del acero.



VI

El silencio es blanco. Es el color de una hoja de papel sin nada escrito. Escribe palabras blancas para no alterar el silencio. Cubre el ruido de éstas con la nieve de tus labios, inmóviles y callados. Interroga el silencio tan sólo con tu mirada. No preguntes. No hagas ningún gesto. Inmoviliza el vaivén ruidoso del lenguaje con la quietud misteriosa de tus ojos. Sin ninguna emoción. Sin ningún signo. Tan sólo el espíritu.

Palabras. Palabras. Tantas palabras. Leo un libro en cuyas páginas sólo está escrita la palabra ‘Fin’. Es, por supuesto, un libro que jamás acabaré. Mejor abandonarlo antes de que la vida se eche a perder.

Escucho un juramento en la oscuridad. Es un epitafio para la tumba inexistente de Ofelia. Tengo entendido que no le fue especialmente bien. Literatura, oh literatura. Ahora ella nos mira desde la eternidad, sin expresión alguna, sin decir palabra. Ofelia es el blanco del papel. Ofelia son los labios inmóviles y callados, las palabras mezcladas con la nieve. Ofelia es el silencio ininterrumpido.

Los niños hablan y se ríen a escondidas. Entre ellos juegan a juegos fantásticos. Recorro los largos caminos que llevan a casa. Por ellos transcurren miles de ancianos con la frente manchada de ceniza en forma de cruz. La noche se tensa como la cuerda de un violín apunto de romperse. Unas vendas delicadas envuelven la fragilidad de un cuerpo ausente. Pese a cubrir un vacío éstas se manchan de sangre. En la distancia vislumbro los hoteles vacíos y todas las demás señales de la muerte. Las abstracciones adquieren peso y volumen. Los amantes románticos y sus cartas de amor sucumben bajo el peso de sus falsos valores. El mundo se transforma en una verdad aún más extraña.

No llores por la muerte de Ofelia, no tiene sentido. Se en cambio cómplice de su locura. Conviértete en un Hamlet oscuro que la observa flotando a lo lejos, río abajo, deslizándose hacia ningún lado. Observa la absoluta equidad de la muerte. Pero no hagas ningún gesto inmerecido de despedida. Aprovecha la oportunidad que se te ha dado para romper el mutismo del papel, para escribir, crear, imprimir tus palabras sobre el blanco silencioso. Sobre la nieve. Haz el mayor ruido posible con tus palabras negras y volcánicas. Haz eco de la maravilla. Gracias por quitarte de en medio querida Ofelia. 

Querido silencio.



VII

Los futuros hipotéticos se convierten en un único cisne entonando un único canto: la suma de todas las renuncias. Todas ellas cantadas al unísono, configurando un único compromiso: el amor. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor.

Tal vez mi vida haya empezado por el final, como todas esas películas y novelas que complican su estructura por mero capricho. Una anticipación cruel y pretenciosa. Y aun así, actúo como si no conociera mi destino, tal y como hacemos cada uno de nosotros, pues confío en un único amor. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor. 

Me anticipo al jardín donde ocurren todos los finales. Es un estilo personal. Los hechos atraviesan la realidad a tal velocidad que no acierto a distinguirlos de la muerte. De cualquier muerte. De cualquier narración que comienza por su final. El ‘Fin’ como axioma. Olvida todo esto y haz del amor tu axioma. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor.

Hay algo amorfo en todos los finales. Un espíritu evocativo y perfumado, sí, pero siempre sin forma ni sentido. La gente siempre los recarga de significado, como si fueran un mito viviente que nos debiera ofrecer alguna explicación alegórica. Somos como una novia celosa que le pide cuentas a un evento irresoluble. La muerte se debe de estar descojonando de todos nosotros. Aunque tal vez esa sea la explicación, el mito definitivo: una gran carcajada. Pero siempre nos quedará una última carta en la manga: el amor. Pero no un amor dirigido a una persona. No. No ese tipo de amor.

Canta suavemente alrededor de tu destino. Rodéalo comenzando por sus suburbios, por sus calles atestadas de chaperos y chavales ansiosos por estrenar sus navajas. Adopta la postura de la seducción. Se un merodeador sentimental y entrometido. La conquista será la mayor de las asunciones: la aceptación de tu sino. A eso lo llamo yo ser un verdadero amante. Pero aun así no dejes absolutamente nada para la posteridad. No caigas en ese engaño. En el mito del legado. Acomete el romance más grande y violento contra cualquier sentido de la perpetuabilidad (la estructura del romance siempre será la más idónea, siempre acaban en desastre). Nada ha de llevar tu apellido. No te conviertas en un recuerdo maleado. Evita ser un eslabón más de una cadena que se cierra a sí misma en un círculo sin sentido. De ti sólo ha de quedar el amor. Pero no un amor dirigido a una persona. No. No ese tipo de amor. 

Acaricia con disimulada melancolía la rutina de tu trabajo. Esto es, el desnudo patetismo de las palabras, tanto en su forma más explícita como en lo oculto de las imágenes: peces difuntos balanceándose en un ocaso oceánico. Allí, donde coinciden irremediablemente todos los afluentes. El blanco luminoso de la última página. El mito repentino de un Atlántico ultraterrenal. La discreción fulgurante de las desgracias secretas. La humedad pegajosa de la existencia. Esa cabeza que se inclina levemente hacia un lado al observar un paisaje vacío: aterrizajes invisibles sobre las pistas oscuras de un aeropuerto abandonado. La insinuación sigilosa en los ojos de un ciego. La flor más grande: el fruto de la Nada.

Y con todo, siempre te quedará el amor. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor.



VIII

“De mi sorda angustia tan sólo conocerás extrañas bellezas reveladas por el día”
-Jean Genet. Marcha Fúnebre-

Rimbaud sienta a la belleza en sus rodillas. La golpea en sus nalgas con la cadencia de una sinfonía romántica. Esa música que escuchan todos los impostores. La blanca tiza que traza los límites de las emociones estériles. Una diadema de oropel con una piedra de riñón acuñada en su centro.

Escucho en silencio la atracción discreta del atardecer. Esa corona que define el poder de la reina homérica. La alquimia del sufrimiento. El balcón quimérico de la Julieta enamorada. La temperatura del sol en el pecho de las doncellas. El frío en el abdomen del muchacho envenenado: un Romeo que guarda silencio, peligrosamente, mientras finge estar muerto.

Un ángel se me aparece vestido con el disfraz del abismo. Me saluda con el amaneramiento de una época pasada. Con esos modales levantinos y entusiastas que tan poco soporto. En realidad esas cosas hacen uso del mismo tipo de persuasión que una tetas exuberantes toscamente exhibidas. Poseen la esencia del perfume exótico y grosero de la mentira. Se trata de la seducción del lenguaje. El cataclismo de los nervios. Me parece estar viviendo en una hora no señalada por ningún reloj. Un momento que no existe. Todo esto es pura literatura: la mayor de las putas. 

Este texto es una cicatriz. Una herida que mantengo abierta frotándola con sustancias irritantes, tal y como hacen algunos aborígenes para conseguir un adorno cutáneo que despierte el asombro de toda su tribu. Pero no os sonriáis. Ésta es una actitud atávica como otra cualquiera. Un apéndice residual cuya función es recordarnos que no somos lo que creemos. 

Es así que el niño malogró la tinta que encontró en el cajón de los objetos mágicos. La ha desperdiciado ejecutando salpicaduras azarosas sobre la seda violácea de los sueños. No se te ha ocurrido otra cosa que utilizar este líquido resplandeciente para escupir oro sobre la cabeza de los transeúntes. Para emborronar la camisa del uniforme de tu compañero de enfrente. Para arrojarlo en el cabello recién peinado de todas las niñas que te parecen tontas. Vuelves a casa desconsolado sin saber que de esas cabezas sobre las que has escupido surgirán bellezas microscópicas que cambiarán tu mundo. De esas camisas emborronadas fluirán los mitos celestes y oceánicos que alimentarán tus fantasías, tu modo de ver la realidad. De esos cabellos repeinados que has echado a perder surgirán querubines que tocarán el cielo. Y de este niño, surgirá una criatura deslumbrante. 



IX

Las palabras resuenan con la lejana constancia de un campanario antiguo. Ecos fúnebres que retumban desde una aldea apenas distinguible por la distancia. El recorrido insalvable entre la voz del alma y el oído hundido en las vísceras. El alcance del dolor. Una existencia anecdótica con significados aleatorios. Una presencia vagamente inmortalizada en la imagen de un cadáver exquisito que se desploma sobre la nieve justo antes de convertirse en humo. Es en esa sustancia volátil que comienza mi vida. 

Las palabras son un tránsito incómodo, un pasaje hiriente de contemplar. Cada día atravieso mi propia imagen como si ésta fuera el portón desvencijado que da al jardín oculto de un sueño extraño. El vergel de flores exóticas que abandoné hace ya siglos, totalmente asilvestrado, tal fue mi imprudencia. Es desde esa distancia que me mando a mi mismo cartas solemnes que nunca llegan. Una correspondencia inaudita que se desvía por el camino, en algún lugar incierto… las palabras son siempre un tránsito errado. 

Las palabras. Flores de plástico que aun así siempre se pudren. A diario trato de dibujar la obscenidad sempiterna de su decaimiento. La observo con la atención fingida de un botánico ilustre. Me invento los detalles, añado significados, aumento el alcance de sus proporciones: no ceso de adulterar la magnitud de sus realidades, de insistir sobre el papel hasta que el dibujo no adquiere el mismo poder y misterio que un grupo de niños fumando en silencio. El misterio de la infancia. El poder de la desaparición. La realidad del humo. La verdad del silencio.

Hay un hecho. La impenetrabilidad del lenguaje posee la misma insistencia femenina por tatuarse en el pecho corazones con cerraduras: engranajes concienzudos cuyo mecanismo consiste en culpabilizar a los demás por su infranqueabilidad, por no poseer esa llave mágica que los abra y que en realidad no existe. Culpar a todo lo otro. A cualquier cosa que no sea uno mismo -he aquí la auténtica causa de su inaccesibilidad-. No existe ninguna llave para abrir semejante artificio. De igual manera, el lenguaje exige la posesión de tan ilustre llave aun siendo plenamente consciente de su inexistencia. Semejantes artificios son siempre una complicación innecesaria. Una barrera cuyo objetivo no es otro que ocultar el vacío, desviar la atención hacia un acertijo irresoluble, hacia una apariencia complicada que intenta hacerse pasar por compleja. Abandona semejante empresa estéril: lo complicado no es lo mismo que lo complejo. Son dos cosas muy distintas. Abandona el lenguaje y a todo lo que se le parezca. Abandona esos mecanismos ruidosos y teatrales. Las cosas son mucho más simples: abraza la simplicidad. La misma simplicidad que posee el silencio.

La simplicidad que posee el silencio.

simplicidad que posee el silencio.

que posee el silencio.

posee el silencio.

el silencio.

silencio.

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X

Un último y definitivo acto mágico apunta en una única dirección, la cual no es una dirección. Un único sentido, que no es un sentido. Un único movimiento, que no es un movimiento. El más complejo de los símbolos, que no es sino un simple punto. El tributo total a todos los deseos en su conjunto, todos ellos sintetizados en uno sólo: la absoluta aniquilación de todos ellos. El deseo ascético. Un monolito resplandeciendo en el epicentro baldío del kaos, allí donde confluyen todas las direcciones, los distintos caminos que siempre llevan al mismo horizonte disperso, esa línea de eventos desde la que volver como un hijo pródigo sin haber descubierto nada más que falsas ilusiones. Hablo del retorno al centro silente. Hablo del eje del Kaos, que no es sino su antagonismo, el punto inmóvil donde convergen todos los movimientos. El punto cero que alcanza todas las distancias sin siquiera recorrerlas. El centro geométrico de la rueda cósmica -que nada la mueve sino uno mismo-. El punto de inflexión en la señal de la cruz, el que la mano no toca.

La resolución del laberinto es no recorrerlo. 

Hay una conclusión hermosa en esta extremaunción de los violines.

No hay respuesta a la efigie de los sentimientos, sino la muerte sufriendo una erección.

Has de resucitar de la muerte que se sufre al nacer. Una señal que arda a través de tus acciones, sin hacer absolutamente nada.

En el principio no fue el Verbo. Fue el Principio.

Precipítate en el anonimato, como una flor vertiginosa. 

Tú no puedes interpretar los sueños. Ellos te interpretan a ti. Déjalos en paz.

Atente al diagnóstico del naipe. Éste siempre está equivocado.

Intuye que al final todo se hará realidad.

Aléjate de la gente, sus cabezas son similares a una casa llena de gente.

Todo lo que crees esencial sigue siendo una crisálida.

Escucha el grito de Jonás dentro de la ballena, y esgrime una sonrisa egipcia.



XI

¿Cuál es el sentido del sentido? Un propósito incendiario. Esa lágrima que resplandece aun careciendo de significado. Brilla, pues posee el poder evocativo del agua. De un agua que arde y quema. Pero tras esa combustión ideal siempre ocurre el mismo fenómeno: copos de ceniza negra cayendo sobre el vacío. Una conclusión sepultada en una estación inconclusa e invernal: el supuesto de un Yo inaccesible.  

Observo el incendio que planifiqué durante toda mi infancia al cobijo de la oscuridad. Pese a mi regocijo, siempre ocurre algo impredecible, miles de contrariedades encarnadas en una única barrera, en un velo casi impalpable: es imposible descorrer una cortina hecha con humo, tal es el propósito del fuego. 

Mis palabras han completado el ciclo. Un chillido demasiado humano al final del túnel, donde la rosa negra y profética arde de forma ininteligible. El Jonás remoto. Una verdad cubierta de líquenes y encriptada en la estructura del mito. No hay realidad, sólo fenómenos encadenados a una flor inaudita que se deshoja pétalo a pétalo. El Me quieres/No me quieres. Los Ceros y los Unos. El se Es o no se Es. Todo esto son pensamientos que pretendo perpetuar en el humo. Inmortalizarlos en la niebla…

… Los marineros enloquecen cuando la niebla cubre la galera. Ésta entorpece la visibilidad. Los sume en una tibia oscuridad. Es la ceguera lo que provoca que el resto de los sentidos se alteren. Los horrores internos se materializan en el plasma de la imaginación, hasta concretarse en el plano de lo real. Los asesinatos perpetrados en esta dimensión son buena prueba de ello. Y con todo, los navegantes pierden la oportunidad de ser redimidos con el poder transformador del horror. Echan la culpa de todo a la niebla. ¡A la niebla!… No se dan cuenta de que es precisamente la niebla… lo que los protege.



XII

Madrid. Blanca es la ambulancia que recorre las largas variables de esta mi ciudad. Una metrópoli igualmente incierta. La capital de la incertidumbre.

Ya no amanece en las regiones periféricas. Vivo en una metrópoli asediada por la nieve. Un centro sitiado por los distintos distritos colindantes. Regiones urbanas que fueron sepultadas por el blanco matiz de su propia atmósfera. Devastadas por la ingenua tormenta de sus propios delirios de diminuta grandeza. Un sarcófago circular. Un cinturón de hierro gélido y glacial… la helada metafísica sobre la que tanto advertí muchos, muchos años atrás. 

Los tejados crujen. La insistencia del frío agrieta las fachadas con arrugas y estrías neoclásicas. Signos de la vejez. Rasgos dolientes de una edad desvelada. La escarcha violácea oculta el resto de las facciones del rostro urbano. Una fisonomía desencajada. Son las bajas temperaturas que ha traído esta brisa interior, un aire cargado de humo y de mortalidad. 

Hay una calma amniótica en el olor de la nieve. Una sosiego uterino que raya la apatía. El frío voltaje de todas esas decisiones erradas que no obstante me han traído una sensación de vaga iluminación. Una luz delicada. Algo parecido a la inminencia de un amanecer en alguno de los extremos polares. El brillo sutil del polvo que flota frente a las ventanas. Ese fino resplandor que acontece frente a cualquier tragaluz. 

En Madrid, como en el resto de España, poseo un constante estado de ánimo con el que se comete fácilmente un asesinato. Su subsuelo está abarrotado de fantasmas con las manos maniatadas. De ninfas hijas de puta que han huido de los amores divinos. De piojos devorándose entre sí. De escarabajos que dan vueltas a una gigantesca bola de mierda, de envidias y de peloteo. Una vida submarina determinada por el espíritu de un ser anónimo y terrible. Ésta es la coordenada inaudita de una emoción ultraterrena. Una realidad brutal con la forma de una pirámide terrorífica de convencionalismos.

Pese a que aquí disfrute de la identidad del anonimato, de la tibieza plácida de mis propias imprecisiones, este es un lugar del que, tras mis constantes regresos, siempre he de irme. Se trata del eterno retorno. Se trata de la eterna partida.



XIII

Para hablar, primero has de habitar el tiempo. Dar forma material al mito contemplativo. Reproducir la matriz del logos sobre el papel secante. Citar las Sagradas Escrituras sin haberlas leído siquiera -el acto mágico de la memoria atávica-. Alquilar una habitación en un hotel lujoso y rellenar sus paredes con pinturas rupestres. Dejar que los espectros conduzcan el automóvil que has robado mientras tú te duermes en el asiento de atrás. Trepanar el cráneo de un mono y rellenarlo con el idealismo más ruinoso del que seas capaz. Escribir jeroglíficos que ni tú mismo entiendes. Observar el mundo vestido con un traje hecho a la medida de tus sueños y con los ojos preñados de sinfonías. Dejar caer las lágrimas y descifrar su vocabulario. Pasear desnudo por entre la estatuaria quebrada de la noche, de todas las noches. Completar el ciclo de todas las cosas que no entiendes. Hundir el transatlántico que cruza el océano del Yo junto con ese millón de Tús que persisten en la materia. Transcribir el lenguaje de los huesos de los santos en un idioma aún más críptico. Asimilar el ritmo y la cadenza de la carne desnuda. Admitir que todas las novelas son un monólogo aburrido, por muchos personajes que éstas tengan. Afrontar el Caos rellenando todos los espacios vacíos con palabras recargadas de significado, creando así el vacío total. Dar rienda suelta a tu corazón imperial y colonizar todo lo que se autoproclama virginal y nativo, pues nada en este mundo es ni virginal ni nativo. Resistir los diagnósticos de los naipes estando impecablemente ataviado. Sentir cómo tus vísceras emulan en la tierra las explosiones solares que acontecen en el cielo. Aprehender la gnosis que hay en lo cotidiano. Hacer de la realidad un juguete destripado que no te molestas en volver a montar. Dejar a la música fluir como la bilis. Dejar a la bilis fluir como la música. Sentir tu pasado de la misma manera que se siente un miembro fantasma y amputado -no tienes ni por qué aceptarlo ni por qué asumirlo, deja esas tonterías para las almas cándidas-. Haz caso de tus estados febriles. Elige lo aparentemente más trivial de entre todas tus opciones. Acepta que tus anhelos son aún más intimidantes que el respirar de los muertos. Se luminoso, siempre, se luminoso. Se luminoso como el Grial. Empuña la navaja automática que jamás te regalaron tus padres, usa ese Excalibur de lo maravilloso y abre los nuevos pasajes de la emoción.



XIV

Escribo siguiendo el ritmo de un metrónomo estropeado. Un mero truco para alcanzar el paraíso imperfecto. Donde luce un sol y medio. Donde la noche, vestida de blanco, sale a diario de su agujero para cantar su bis y recibir el aplauso. Donde el virtuosismo le hace el amor a un caballo pura sangre ante la enigmática mirada de los dioses.

Ya aprendiste la lección en el infierno. No hablo ya para nadie, sino para el gentío que soy yo mismo. Estar solo no es un arte, es una artesanía cuyos secretos se transmiten a través de los siglos susurrándolos al oído -todo requiere de una iniciación-. Eluard, la nodriza de los insectos, tuvo la muy poca precaución de decirlos en voz alta: “Ser virtuoso es estar solo”. Eso dijo. O eso creo, pues todo esto que escribo no son más que retazos que encontré en unas páginas arrancadas a la medianoche.

Palabras. La naftalina de la mente -un nido de mariposas-. Se escribe para tener esperanza. Y aun con todo… ¿Quién tiene el valor de ser libre? Libre de uno mismo, me refiero. No hay nada admirable en romper las cadenas externas. ¿No se ríen acaso los dioses de todas esas revoluciones que no hacen más que sustituir unas pesadas cadenas por otras aún más sutiles y terribles? ¿Y qué me decís de todas esas irreverencias individuales tan estériles? Se esclavo de tu propia idiosincrasia. Esa que ha sido diseñada por otros de forma tan concienzuda y aparentemente causal. Da exactamente igual. Alienémonos con los patrones estipulados de cualquier escena musical, literaria o política. Y cuanto más progresista y transgresora sea ésta, mejor. Adoptemos la actitud de todo aquello que no somos y hagamos uso de la proclama o de la irreverencia previsible. Seamos estúpidos, e incluso un poquito gilipollas… pero me estoy desviando. Volvamos al cauce de la fantasía. A la eterna ausencia del ser amado. A los paisajes que rodean el vacío silueteándolo con forma de mujer. O de hombre. O de un Dios. ¿Dónde está el mar? Quiero masturbarme en sus aguas heladas. Andar descalzo sobre las ruinas puntiagudas de una ciudad sumergida y sentir el sabor oculto de sus misterios al lamerme las heridas. Hay una línea recta que separa un mundo del otro. Un río Estigia que tan sólo se cruza con las monedas de la voluntad. Vivo en el lado imposible, alimentándome con todo aquello que es más que improvable. Se que no existo y esa es la mejor de mis armas. Me verás desaparecer en la lucidez de mis frutos calcinados. Ya he marcado en el calendario el día exacto en el que retornaré al Sol. Doy un paso adelante y llego a este exacto lugar, donde el poema se despliega abandonando la forma de un avión para volver a ser una hoja en blanco. 



XV

Te disuelves por entre las luces de los automóviles a poco que cruzas las calles. Escuchas la elegía de la muchedumbre mientras aguardas encogido y muerto de frío en las trincheras del lenguaje. Las barricadas de la imaginación. Te has acostumbrado a habitar las catacumbas de tus propias visiones. Adaptado a la humedad y al frío de sus profundidades. Salir a la superficie de la realidad sería como esperar a la intemperie un último tranvía que ya sabes que se ha ido. Tu vida transcurre únicamente por entre todas esas ideas que en cuanto las escribes o dibujas se transforman en una explosión. Su magnitud posee el brillo, la intensidad y el sustento de un jeroglífico maravilloso leído en voz alta. Tras la onda expansiva apenas alcanzas a percibir fragmentos de lo que ocurre. El arco. Las plumas. La flecha. Los cabellos dorados… y en medio del vértigo, te das cuenta de que estás cayendo junto con Ícaro sobre un pantano repleto de significados.   

Un gorrión cruza el blanco indeleble del cielo raso ejecutando una oscura contorsión. La continua voltereta mortal que no es otra cosa que la voluntad. No queda ningún rastro de la muerte de Ícaro, salvo su rostro acuñado en las dos monedas que cubren los ojos de un cadáver exquisito… el estúpido de Bretón. Se trata de un ajuste de cuentas silenciosamente ejecutado por lo auténticamente maravilloso.

Los corazones de los ángeles bombean una tinta deslumbrante compuesta de bellezas microscópicas. Bacterias multiplicándose con infinita nostalgia. Las formas del fuego se suceden en una cadena de cálidas variaciones. De esta chimenea se desprende un humo procedente del mundo antediluviano. De un mundo que aún no ha sido creado. Su luz, aún inexistente, decora la irrealidad dorada de los iconos rusos. Azuza el candor del rezo. Inyecta el virus de la inmortalidad.

Me he desviado del tiempo. Debió de ocurrir en un instante que ya ni recuerdo. Quiero que llegue el invierno y regresar en forma de nieve. El invierno de mi disconformidad. El humo imperecedero de las pipas marineras. Los fragmentos perdidos para siempre de los libros desgastados. Las riquezas todas que abandonó san Francisco. Los bordes rígidos del revólver maravilloso y ultraterreno… Todo se ha ido. Todo se ha desvanecido con la torpeza de una cadencia literaria. La imaginación es una enfermedad que deteriora las funciones corporales mientras crea destellos fantásticos bajo el cráneo. En muchas ocasiones la creatividad auténticamente incisiva trae consigo secretos y misterios muy desagradables, por mucho que todos esos memes naives y entusiastas pretendan darle un halo mesiánico y edulcorado con glitter y corazones. Pero ya ha nevado, y yo podría estar todavía aquí. 

A poco que observes se intuye un adiós en la vida de todos los seres vivos. Una larga despedida. Cada acto que cometemos es un último apretón de manos, un agitar la mano desde lejos, palabras etéreas escritas en una nota justo antes de desaparecer. 



XVI

Niño cíclope, que lloras de deleite en una única visión. Sabrás lo que esta tu dicha esconde si estás destinado a saberlo. A cuatro mares tus miembros serán atados. Cuatro fuerzas moviéndose en cuatro direcciones opuestas. Norte, Sur, Este y Oeste. Los fragmentos de tu vida desgarrados y apuntalados a cada punto cardinal. La Rosa de los Vientos que es tu alma. Flor despedazada. Belleza desmembrada que una vez estuvo aquí, íntegra e intacta en un punto cero y concreto. Pero no te asustes. No te alarmes. No te estremezcas todavía. Después del dolor, tu sonrisa será el vértigo de quien se asoma al acantilado. Tus ojos, arrecifes de coral contra los que se estampará el imprudente que a ellos se exponga. Tus labios, la escultura resquebrajada que cada noche se desploma, poco a poco, aplastando a los insectos justo antes del alba. Tu lengua, un artefacto medieval con el que torturarás a tu propio corazón hasta que éste confiese el esplendor de toda su belleza. Un pecado insólito.

No esperes la respuesta del ruido. Ni tan siquiera esgrimas una mísera pregunta. Lánzate en silencio a través del resplandor del símbolo. O ni siquiera del símbolo. Olvida los conceptos y su concreción histriónica. Confía tan sólo en la simpleza inherente de lo puramente evocador. Una imagen nocturna con todas sus ventanas iluminadas.

Se un embrión impregnado de gestos. Una Nada encerrada en una armadura. El contenido incógnito de una copa usada para una ofrenda. Un opúsculo enrarecido e inacabado. Se una evidencia de la brutalidad. La desnuda anatomía de una fórmula erótica. La virtud tóxica de un hongo escarlata. Un carnaval sin disfraces: la temperatura del Sol.

Pero lo primero de todo, aprende a deletrear tu auténtico nombre, el que nadie más sabrá pronunciar. Sílabas de fuego. Vocales oceánicas. Consonantes nucleares. Cadáveres llorando desde el extremo oriental del delirio. El trueno en la voz del sacerdote que oficiará tu entierro. La letanía del amanecer. Tus ideas eternas cortándose en la afilada hoja que es tu horizonte. Todos los horizontes. Lo anecdótico de la existencia sangrando en esa palabra. La visita encarnizada del angel injusto… Imágenes enumeradas que no son más que la muerte que transmites:

Tu nombre. 



XVII

“La oscuridad, si acaso no lo sabías, es la Luz de la Esencia;
Dentro de la oscuridad fluye el Agua de la Vida”
-El Rosal Secreto de los Misterios. Gulshan-i Raz-

Un Salmo reverbera en aquella habitación que dejé vacía por pura imprudencia. El testamento de los pájaros vuela de nuevo hacia mí en esta su música. Sol que reluce en mi lengua y en la plata de los dientes. Luz que cercena el nervio óptico. En las vísceras hundido su filo. Un último signo fluctuando en la sequedad de la orilla. El mar que dejó de ser húmedo. Los misterios del Ártico escritos en una carta trágica. El énfasis del silencio: un acento que recae en lo oculto. Hay tantas cosas por decir, pero aún son más las que he de callarme. 

Tu voz despierta en los prados, en los límites inciertos del inframundo griego. El desnudo enigmático de un cadáver flotando en mitad del río. La incapacidad de lo irreal por convertirse en vida: un fracaso que siempre recae sobre los hombros del poeta. Un fallo inesperado en las poderosas palabras del sacerdote. Este poema es un eclipse no registrado en ningún calendario. 

La memoria es siempre un incendio en la oscuridad. Una talla renacentista que arde en la noche mientras sus pies se hunden en la orilla de un mar negro. El humo de esta ofrenda penetra en la colmena de los recuerdos. Es entonces que las abejas del Hades revolotean a través de mis nervios, como intentando huir de un suceso terrible. Los animales corren en bandada hasta los límites que me configuran. Están decididos a saltar al vacío antes que ser calcinados. Hay una inminencia alarmante y conclusiva. Pero en realidad, no ocurre nada. Absolutamente nada. Mi cuerpo se ha convertido en una habitación vacía en cuyas paredes una Salmo reverbera. El testamento de los pájaros vuela de nuevo hacia mí en esta su música. Sol que reluce en mi lengua y en la plata de los dientes. Con el tiempo, los recuerdos te transforman aún más que los propios hechos que los han impreso. Con todo, siempre hay una luz negra por donde la vida vuelve de nuevo a fluir, aun de forma oculta.



XVIII

“¿Y qué no ves?” 
-Dicho tradicional sufí- 

Dime. ¿Qué no ves? ¿Qué no oyes? ¿Qué no consigues olfatear? ¿Qué es eso que no puedes tocar y ni mucho menos paladear? Háblame de todo aquello que no consigues percibir. Mares que no son mares. Campos que no son campos. Cielos constelados que no son ni celestes ni estrellados. Háblame de las aves que no vuelan. De las madres que no han parido hijos. Del fuego que no arde. Descríbeme al humano que no es humano. Al ángel que no es ángel. Al monstruo que no es monstruo. ¿Qué es lo que dices? Esfuérzate un poquito más. Vives sin ser vida. Disciernes sobre un universo que no es un universo, y sin siquiera discernir. 

¿Cómo es el olor de una rosa que no es una rosa? ¿Y la tonalidad de un fruto que no es un fruto? ¿Qué bien hace la bondad que no es bondad? ¿Y la magnitud del daño de la maldad que no es maldad?

¿Cómo describirías lo que eres si no eres? ¿Y por qué intentas explicar lo maravillosa que es tu existencia si no existes?

¿Te has dado cuenta ya de la inutilidad de las cuestiones? Continúa haciendo preguntas si quieres, pero cuanto más preguntes menos vas a entender.



XIX

Una serie de significados microscópicos se balancea sobre el líquido amniótico que fue derramado durante el parto bíblico. La belleza efímera de las flores prolongándose en el infinito. Aromas fugaces cuya huella indeleble transforma el corazón, abarrotándolo de siempres. La paradoja matemática de la nieve que sube a los cielos: signos de un Dios resucitado en su propia sombra. Humo negro en los callejones oscuros de estos sus ojos nocturnos. Y el sonido lejano… un suave ladrido que se desvanece nada más cruzar el umbral de su garganta y que no es más que un largo etcétera desparramándose por un extraño túnel, como una locomotora que se abre paso a través del vacío con un sin fin de vagones abarrotados con cadáveres. 

Este es un Dios que se revela a los hombres corriendo escaleras abajo con un tallo espinoso anudado al corazón. Bach reverberando en el abdomen. El apresuramiento de una melodía que se resigna a una emoción oscura. Una catarata de cabezas decapitadas. La autopsia no autorizada de la psyche. Memoria del calor: una huída hacia el sol. 

Este es un Dios retirado en un mundo de luces. Una acumulación de conmociones transfiguradas en planetas y constelaciones que giran al unísono en el centro de la mente. Su vida se ha convertido en un cántico astral. La paradoja de su pensamiento en el aullar de un murciélago, en el chillido de un lobo, en el maullido de una jirafa. Tres asimetrías rodeadas de una nada blanca. El elástico poder de la muerte que precede a la muerte. Un evento transformador que no significa nada. Una estrella alfabética que retiene todo el frío de la atmósfera y lo convierte en un sentimiento, en una espiral nebulosa que gira entre las sienes como un maná astronómico. 

Este es un Dios bajo cuyos pies la Tierra se convierte en un hollín blanco aún más frío que la nieve. Una chimenea de hielo donde crepita ese fuego congelado que un día poseyó la temperatura del amor. 

Este es un Dios que cohabita con los espectros en el país de los lagos helados, donde el corazón es un bosque azuzado por el viento del ártico. Una piedra cubierta por el musgo. 

Este es un Dios que brilla en mi mente como el tibio resplandor de una vela que se consume, misteriosa, en el interior de una calavera.

Este es un Dios que ha depositado una Biblia en mis manos, antes de desaparecer para siempre… pero sus páginas están en blanco.



XX

Hay un papel entre las sábanas sucias. Una nota abandonada, tal vez para explicar una última emoción justo antes de salir volando, a través del fuego, hacia la ventana.

El concepto de existencia acaba teniendo el mismo propósito que el comodín de una baraja gitana. Un jóker quimérico. El aura de un murciélago que duerme boca abajo, pendiendo de la línea del tiempo y esperando despertar alguno de estos días en cualquier otra realidad.

Pero cómo explicarlo. Todo esto es como vivir en las entrañas de una metáfora literaria, engullido por una ballena mitológica que te obliga a aceptar un destino que no has elegido. Un sueño que se prolonga más allá de su propio final natural, alejándote así de todo lo dado por supuesto. Desplazándote hasta hacerte encallar en los arrecifes de una tierra extraña, allí donde el mundo se borra. 

Las mareas te empujan, arrojándote sobre una playa desnuda junto con las algas, los himnos, las trompetas, las coronas y todas las demás señales negras de la enfermedad del mundo. Y es entonces que la noche se enreda entre las hierbas, haciendo percibir el mañana como una realidad plausible, o en el mejor de los casos, como un nuevo mundo en el que levantarse al tercer día, tras la catástrofe espiritual, transfigurado en carne.

Es en ese lugar indefinido donde tu rostro despierta, cubierto de un polen cadavérico: un cosmético escrofuloso que posee el poder de transformar la apariencia del diario que está escrito en tus ojos, en tu boca, en tu frente, en tus arrugas… Despiertas, al fin y al cabo, con el aspecto de haber sobrevivido en una dimensión inimaginable.



XXI

Enumero los encuentros con la nieve, los salmos que cantan la muerte universal, los minerales incandescentes que se atascan bajo los párpados y las uñas. Se trata de un trabajo solitario. Todos los espacios en blanco que hay que rellenar con palabras aún más blancas. Se trata de apartar el humo del cigarrillo, ese que entorpece la visión de las almas que nos habitan. Se trata de alcanzar la matriz de ese conocimiento heráldico y esencial que, pese a todo, siempre posee la apariencia de un epílogo. Un disolverse por los canales que derivan en la vieja fuente del lenguaje. La espiritualidad aromática que se extiende hacia Dios. Apartar los pedazos de ese meteorito tan profano que ha obstruido, tras su caída, todas las rutas posibles. Vivir permanentemente expuesto al clima subterráneo de ese túnel que has excavado con tus propias uñas… Realizas todas estas tareas con el único propósito de sufrir una confusa explosión de sueños en lo más íntimo de tu mente. Una ráfaga de imágenes tan penetrantes como el amoníaco. 

El rostro de una virgen brilla vibrante en la oscuridad del bosque, haciendo muecas bajo una estrella titilante. Todo se borra en la noche, excepto esta luz nocturna que parpadea tenuemente bajo la ropa interior. Escuchas impaciente a todos esos mártires literarios que balbucean en sus versos o en sus argumentos narrativos. Criaturas salvajes, disecadas y petrificadas tras el vidrio. Entre ellos hay una lechuza que parece ser consciente de haber sido congelada para siempre en un instante concreto del tiempo. Una araña pende de su gesto dolorido. Ésta se afana en tejer palabras complicadas mientras su cuerpo cae en el lugar más remoto posible de la comprensión.

Veo al ahorcado de la baraja gitana reflejarse en el espejo deforme que es su propio significado. Veo a un niño pálido durmiendo sobre el filo de un cuchillo inabarcable. Barquitos de papel fulgurando a la deriva por los corredores inundados de su corazón. Veo un puñado de sueños colarse por los agujeros de sus bolsillos raídos. Veo el cascarón de todos los amantes, que se aman aun sin entenderse, creando una única y avasalladora soledad. Veo a la empuñadura de la nada sobresalir en el pecho de un hombre que se zambulle, moribundo, en el cráter del tiempo, que es el caos: el desorden original. Veo unas golondrinas famélicas sobrevolar el horizonte, el aliento de la plenitud soplando en sus almas. Veo al caer de la nieve detenerse, antes de que ésta toque siquiera el suelo. Y es con todo esto que el cielo se vuelve de nuevo familiar, un espejo con una imagen reconocible. Y yo voy siendo lentamente envuelto hacia el retorno, hacia el vientre de una virgen, dentro del cual volveré a ser gestado sin siquiera haber sido concebido. Se trata del final del túnel que excavo con mis propias uñas. La matriz de la visión.



XXII

He de reconciliarme con la ausencia. Permanecer erguido sobre el fuego hasta que todo sentimiento se haya borrado. 

He de asimilar la ausencia convirtiéndome en ausencia. La magia de la desaparición, aun estando. Un destierro de la realidad tan parecido a la inexistencia. Un lugar aparte donde cada día hay un agujero en la arena que hay que llenar con mar, rezos y barajas de naipes.

Mientras pienso en la fina diferencia que hay entre el sueño y el destierro me doy cuenta de estar encerrado en un baúl. 
A través de su cerradura veo una habitación, y en ella unos salmos pintados sobre una pared vacía. Estos poseen una apariencia rúnica, el poder evocador de las sombras chinescas. Veo a un grupo de diez caballeros perfectamente ataviados ofreciéndose el paso los unos a los otros frente a la puerta sin que ninguno de ellos se atreva nunca a entrar. En el otro extremo de la habitación hay otra puerta por donde diez poetas se asoman tímidamente también sin atreverse jamás a entrar. Su excusa es la de no tener tiempo de hacerlo pues siempre están ocupados escribiendo sobre este lugar. 

Veo a cuatro niños meando en las cuatro esquinas a través de sus ojos de rubí. 

Veo a la ambigüedad personificada en un Jesucristo que azota la espalda de un chamán mientras éste corre a través del tintineo de las monedas que ha intercambiado por presagios y curaciones. Tras los azotes el chamán se transfigura en un sacerdote de Cristo al que Cristo vuelve a azotar hasta que éste se convierte en un chamán. Y así sucesivamente. 

Veo a un tipo parecido a Carl Gustav Jung suspendido en el aire mientras dos manos le agarran arrastrándole en dos direcciones opuestas. Lo consciente le estira hacia el techo y lo subconsciente hacia el suelo hasta que lo acaban despedazando. De los dos trozos de Jung surgen otros dos Jungs que vuelven a ser despedazados y multiplicados ad infinitud. 

Veo a una rosa aguardando al final del mundo como si ese fuera el lugar idóneo para desvelar sus significados secretos: un cebo mortal tendido al temerario espiritual. 

Al salir de mi baúl encuentro al mundo enterrado bajo la nieve. Los tejados de la realidad asoman como hongos humeantes, como si el único propósito de la devastación fuera el de crear la mayor de las alucinaciones. La muerte se desliza a través de los aromas de este incendio invernal. Una rima enojosa que se deshace a través de la métrica del viento. No hay nada que justifique mi presentimiento, pero intuyo la causa de este cataclismo. El arte de la ausencia, la más antigua de las invocaciones.



XXIII

La mañana está empapada de ensueños miccionados por el ave mitológica. Los ojos derretidos de tanto mirar al sol. Un primer éxtasis te golpea al tiempo que Ishtar desciende por entre el resplandor del relámpago matinal. Un primer espasmo que eyacula los fragmentos dispersos del subconsciente pagano. El placer intenso de los ideales fallidos. Un eco lascivo en el que reverberan las últimas noticias del Eden espiritual.

El impulso te sofoca mientras los cisnes salen volando del revés por las infinitas bobinas del calor contemplativo. De tus terminaciones nerviosas florecen unas rosas ya marchitas, pero su fragancia es aún más intensa que el de las cosas vivas. El líquido seminal de tu imaginación está siendo expulsado por los espasmos viscerales, como extraído de una tumba abarrotada de resurrección. Una pila de excrementos sagrados es arrastrada por el huracán a través del horizonte de la posibilidad. Los niños del coro gesticulan, agónicos, pues la música de sus voces ha sido enterrada en el estrato más profundo de la prehistoria. 

Hay un agujero en el aire que se acerca hacia mí, como si un Dios remoto quisiera mostrarme una herida cósmica imposible de cerrar. Mientras, las caléndulas salvajes de la masturbación se agitan en el perineo, como si una catedral misteriosa estallara en las cloacas de tu cuerpo, mostrando sus secretos atávicos en el hermoso material que explota. Una mitología consoladora que hierve devorando las entrañas de la literatura gótica que palpita en tu consciencia. 

El rey verde se hunde junto con la barca podrida que navega en el raudal ácido de la historia. Él también es arrojado por el espasmo del músculo espiritual. El combustible mental ardiendo en las venas. La sangre circulando a borbotones como una multitud rebelándose por las calles de una ciudad inmaterial. 

Un orgasmo está aconteciendo en la raíz del árbol de la vida. De sus ramas florecen los pensamientos más tiernos, los deleites efímeros de la iluminación, una victoria jadeante que ocurre entre la locura y la muerte. Una sucesión de amaneceres tan veloz que aparentan ser uno sólo. Y es entonces que la noche se vuelve día y el día se vuelve noche. Una daga rasga los matices espesos que separan lo consciente del subconsciente. Por un momento se experimenta una armonía exultante. Una comprensión repentina que vuelve a desvanecerse en cuestión de segundos. Sólo queda el adormecimiento del cosmos dispersándose por tu interior. 

Tras el velo del átomo, una rosa resplandece
justo antes de que caiga el telón final del mundo



XXIV

Traspasadas las eras mitológicas del subconsciente, con sus aves extrañas, sus deseos ocultos y no ocultos, sus senderos oblicuos y luminiscentes y sus cebos en forma de promesas mistéricas y esotéricas… se llega a un lugar en la mente que no es más que un cruce de caminos. Un lugar con forma de cruz. ‘Es entonces’ que todas esas eras mitológicas se personifican en la figura de un faraón. ‘Y es aquí’ que apareces como un esclavo tembloroso que huye de semejante figura y de su reino autocomplaciente, a través del desierto, a través de las barreras de lo consciente y de lo subconsciente. ‘Y es aquí’ que te encuentras una y otra vez con el mismo obstáculo: el enorme Mar Rojo personificando al Ego en la masa infranqueable de sus aguas. ‘Y es aquí’, cuando crees haber sido atrapado para siempre, que alzas la voz hacia los cielos y las aguas se parten en dos. Tu Yo esclavo escapa a través del Mar-Ego como una mujer que huye del dragón portando entre sus brazos al Niño-Verbo, como un Moisés que arrastra a su comunidad por entre las aguas, dirección al desierto, hacia la zarza que arde. ‘Y es entonces’ que el Mar-Ego vuelve a cerrarse engullendo al faraón, a los seres mitológicos que pululaban por tu mente subterránea, a las bellas sirenas y los grilletes que te tenían preparado, a todas esas voces bestiales que te gritaban divinizando la voluntad contingente junto con todas sus autocomplacencias e intentando hacerla pasar por la voluntad esencial… unos gritos que poseían la fuerza de un terrible espejismo. Pero todo ello quedó bajo las aguas y tú estás ya en el otro lado, sin ser un esclavo. ‘Y es entonces’ que lo ves a ‘Él’, el que está en todos los lugares sin estar en ninguno. Y es por ello que sabes que no estás en ningún sitio. ‘Y es entonces’ que recuerdas aquellas palabras “Nadie puede verme y seguir con vida (Éxodo 33, 20)” y aun así te atreves a pronunciar las mismas palabras que Moisés: “Muéstrame tu rostro (Éxodo 33, 13)”. Es aquí que se te concede ese único y último deseo… ‘Y es entonces’ que ya sabes que has dejado de existir para el mundo.



XXV

Soy un hereje de la herejía. La disidencia y la anti-tradición son las tradiciones más soporíferas. Una minoría multitudinaria que toma el mismo sentido que el gentío, pero en dirección contraria. 

Me niego a ser un antónimo. Me niego a ser la excepción que confirma y reafirma la regla. Me niego a ser lo opuesto y lo contrario, que no es otra cosa que lo mismo. Me niego a realizar los mismos gestos, pero a la inversa. Me niego a ser el reverso de lo que no quiero ser, dándole así aún más forma. Me niego a ser la otra cara de la misma moneda. La espalda del monstruo. El culo del ogro. El excremento del hada.

Me niego a ser la sombra del lugar común. La antípoda de lo que detesto. El vómito del señor educado. El reflejo invertido del mismo rostro. La creación que no es más que re-creación. La estupidez del vinilo que hay que escuchar hacia atrás (los más osados lo escuchan incluso haciendo el pino). 

Me niego a ser la caricatura del odio hacia lo que odio. Me niego a ser odio. Me niego a ser el tedio de la carcajada fácil. Me niego a ser el sapo que a fin de cuentas es un príncipe. Me niego a ser la carcoma de un mueble que aborrezco, alimentándome toda la vida de sus entrañas.

Me niego a ser el otro lado del espejo. Me niego a ser el reflejo que te mira de frente incluso si el espejo está partido en mil pedazos.