viernes, 6 de mayo de 2016

Hablando En Lenguas

I

Ahora que se ha ido la Luna, puedo permanecer sentado en el tejado y así contemplar la extraña magnitud del cielo. Caes en la cuenta de que las constelaciones no son más que el árbol genealógico de nuestras propias fantasías, siempre erróneamente proyectadas en el caos estelar, siempre dando forma al desorden luminoso, siempre concretando lo inefable en las estructuras mitológicas y legendarias que esgrimimos sobre la superficie celeste… así como sobre la superficie del papel. 

Somos la materia extendiéndose caóticamente a través de la Nada tras la Gran Explosión psíquica e inmaterial. Mientras percibes esta inercia invisible que nos arrastra, las estrellas todas parecen caer sobre tu cabeza. Son las semillas del sueño lloviendo sobre el tejado. Un ángel que se asusta mojando esta su cama con orina espiritual. Mi blanca garganta reproduce entonces los signos impresos en el libro de oraciones que me legó algún antepasado. Cualesquiera que sean las cosas puras, cualesquiera que sean las cosas dignas de amar, háganse visibles en este mi grito que se derrite en mi boca.  

La oscuridad nocturna no es más que una bandada de cuervos sepultados en el cielo, como si éste fuera una gran fosa común rellena de pájaros muertos, como si éste fuera la gran tumba de cristal que perdió Cenicienta tras las doce campanadas de la medianoche.

Al final de cada noche, siempre ves a Isthar recorriendo el desierto a caballo, dejando una estela de sangre menstrual a lo largo del horizonte. Algo que vosotros confundís con el amanecer. 

Al principio de cada día hay un mazo de ases plateados, fulgurando sobre la mesa, esperando a que los uses para mostrar el triunfo divino de forma aleatoria. 


En mitad de la noche se te secan los ojos y subes al tejado, ahogado por una emoción medieval. 



II

Recorro los corredores de mi mente como un convicto. Estoy condenado a cadena perpetua entre los muros de mi propio Yo. Pero hace ya tiempo que urdo un plan para escapar de mi prisión. Una gran evasión: escapar del mí mismo.

Pero con todo, se presenta aquí una gran ambivalencia. ¿Cómo escapar de tu Yo escribiendo o dibujando? ¿No es acaso el escribir o el dibujar una constante reafirmación del uno mismo? Cuanto más escribo más parecen engrosarse los muros que me aprisionan, pese a las sensaciones pasajeras de vana libertad que tales ejercicios te ofrecen. ¿No me hago a su vez también esclavo de esas sensaciones? ¿No son éstas un cebo compulsivo, las migajas de pan dispuestas en ese caminito que te lleva directo a la celda de aislamiento de tu propio Ego?

Pese a las apariencias ¿No firmó Rimbaud su verdadera libertad al abandonar por completo la escritura? ¿No se hizo el monje completamente libre al encerrarse en una celda, pero en absoluto silencio?

Escribo. Pero siempre escribo, o dibujo, bajo una continua sospecha. Hay algo de súbito en las cosas previsibles, en las cosas que sabes que van a suceder. En tu subconsciente todo lo que va a ocurrir se anticipa a su propio acontecimiento. Es así que de tanto abrir el camino hacia éste se te desvela una inminencia. La pre-visión. Algo que sientes sin todavía haberlo visto. El canal abierto entre lo consciente y lo subconsciente, lo que la gente pretende llamar intuición.

Todo está prefigurado en lo más profundo de nosotros, pero ese es un lugar que está mucho más allá de nosotros mismos. Más allá de la prisión que habitamos y que nos esmeramos en engrosar. Tal vez la salida sea escribir y dibujar hasta que el volumen del ruido sea tan alto que confundas a éste con el silencio. Pero sería eso: una confusión. Confundir la confusión con la libertad. Estar confuso es aparentemente tan distinto a dar por seguro las cosas, que ya te crees, en vano, estar en una dimensión distinta a esto último. Es así que siempre que escribo, siempre que dibujo, lo hago bajo una continua sospecha.

El niño Rimbaud sabía muy bien lo que hacía cuando abandonó todo lo que tenía, las palabras, su única posesión, y se lanzó a la nada de la existencia. No es precisamente su obra lo más relevante de esta figura. No, no lo es en absoluto. De la misma manera Antonio, el “egipcio”, sabía muy bien lo que hacía cuando abandonó todo lo que poseía, aunque en su caso no fueran las palabras, y se aventuró en el desierto con el propósito de desprenderse de todo lo que lo poseía a él, a su Yo mismo.

Escribo. Siempre escribo. Siempre dibujo. Pero siempre lo hago bajo una continua sospecha.  



III

Un pensamiento sugerente y perturbado se desliza por mi garganta, afinando a su paso las cuerdas vocales del espíritu. La zambullida de un pájaro en la superficie de un lago supuesto y estancado. Un sinónimo de ruptura. Una serie de paroxismos maniatados dando sacudidas en el interior del pecho, en un esfuerzo frenético por liberarse de sí mismos. 

La fuerza de las imágenes proviene precisamente de la decepción que éstas provocan. Su relevancia consiste en el vacío que queda tras la pasajera y evocadora sensación de comprensión  que éstas generan quiméricamente en tu mente. Pero este es un vacío muy distinto al que existía antes del visionado. Se trata de un vacío significativo. Un vacío preñado de sinfonías. Y es este vacío una emoción que se cristaliza de nuevo en una figura inaudita, parpadeando junto a la ventana. Un ángel que se muestra constantemente justo antes de ser pulverizado una y otra vez por el leve aliento marino y pulmonar. La eternidad transfigurada en una teoría visual. La estética que despierta en el espíritu, prolongándose en el pensamiento, para luego seguir existiendo en la realidad material como una emanación anormal que desdibuja las apariencias, haciéndolas así reconocibles al ojo interior… ese ojo que subraya las palabras invisibles que reverberan en el interior de cada objeto y de cada ser, como un eco maniático que reitera y reitera la existencia de otra realidad mucho más real y soberana. 

Pero toda existencia acaba dando un giro inesperado, una espiral que se enrosca progresivamente hacia un centro tenebroso. Es este un laberinto algorítmico en cuyo centro se oculta un monstruo legendario, un monstruo cuya monstruosidad consiste precisamente en su inexistencia. 

Pero no es mi función alterar el orden transitorio de las cosas escritas y vividas. Todas ellas son realidades que se pudren a cada momento, en la misma idea de sí mismas. Realidades que se descomponen aún más rápido que la propia mano de quien las escribe. Esta descomposición es como un juego de espejos que reflejan una misma imagen que se desvanece en su propia repetición. En su propia reiteración. Exactamente igual que esas palabras que reverberan en el interior de cada objeto y de cada ser, como un eco que reitera y reitera la existencia de otra realidad mucho más real y soberana. Una realidad que a su vez es también un eco con forma de ángel, que acaba pulverizado una y otra vez, junto a la ventana, por el aliento marino y pulmonar.



IV

Me escabullo por entre la multitud, vestido como la multitud, andando como la multitud, respirando como la multitud, hasta que alcanzo el centro geométrico de la multitud. Es en este punto de máximo gregarismo que ejecuto mi propósito: detonar el texto que tengo en mis manos. Hacer saltar todo en pedazos con la sinergia escrita de todo lo vivido, todo lo anhelado, todo lo que me queda aún por hacer, ver, amar…

Es así que deviene la explosión. La distensión del volcán, lanzando sus ríos subterráneos como serpientes de fuego, palpitando bajo la piel hasta resquebrajarla. La erupción de un magma enigmático en pleno centro de la ciudad.

La realidad sensible posee un constante estado límite en el que siempre está apunto de estallar. Pero esta realidad sensible se sirve del gregarismo de la misma manera que una olla a presión se sirve de su válvula de escape para no explotar. Las estructuras del ocio, las revoluciones, los juegos de mesa, las ideologías políticas, el porno, la cultura, y todo un largo etcétera de banalidades y apariencias que no son sino ese pequeño escape de vapor perfectamente diseñado para que todo siga en su sitio, bajo distintas apariencias, existiendo sin peligro alguno, de forma inofensiva.

Alejado de todo ese ruido alcanzas a ver mundos perdidos deslizarse por el desagüe de lo absoluto. Es aquí que tus ojos sufren una inundación. El equivalente de una mañana lluviosa aconteciendo en la mirada. 

Es alejado de todo ese ruido que la ausencia se hace omnipresente. Sufres la punzada, el estigma, el jeroglífico sangrando en la superficie de tu cuerpo, como emanando vacíos desde dentro. La polifonía de tus pensamientos materializándose en una obra coral quemante. La piel entonces muda, dolorida, y tu espíritu tan sólo queda cubierto por el tejido de las cosas primarias. Es desde ahí que devengo. Una ensoñación insatisfecha que exhala, a través de sus poros, su propio aliento numinoso, cargado de luces lejanas y desconocidas. El otro Saber. Un reino des-oprimido por las leyes de lo ilógico. Una transpiración por la que todo, absolutamente todo, deviene. Y todo lo hace por medio del grito agónico, el sánscrito del ser. La gran onomatopeya. El átomo del lenguaje. Un hablar en lenguas. Ese soplo inmenso que borra todas las huellas que has dejado tras de ti, antes de llegar a este lugar. 

Y bien sabe tu pensamiento que este lugar es un punto y final. Donde volver a empezar. 



V

“      “  ha muerto.

La existencia al completo, la materia toda y el vacío entero, en una única consciencia viviente encarnada… y todo ello para que nosotros finalmente la torturemos y la asesinemos. 

El macrocosmos pleno personificado en un microcosmos, a imagen nuestra. Carne, nervios y emociones en un juego de espejos con el Todo, y así poder hablarnos en nuestro propio lenguaje. Y todo ello para que finalmente nosotros lo torturemos y lo asesinemos. 

Los patrones todos que rigen el Uni-verso hechos Lenguaje, emanando-lo, la Una-palabra, en cada una de sus sílabas, vocales y consonantes, reverberando en cada uno de sus espacios y silencios, como un reflejo equidistante en una superficie pulida, como un eco que nos devuelve nuestro propio grito desde una lejanía que se encuentra más allá de todas las montañas. Y todo ello para que finalmente nosotros lo torturemos y lo asesinemos. 

Lo desconocido y lo inabarcable adquiriendo una forma conocida y abarcable. La inmensidad eónica agachándose humildemente a la altura del ser humano, con la mayor de las gentilezas, para que así la miremos directamente a los ojos, le palpemos directamente las heridas, le susurremos directamente a los oídos. Y todo ello para que finalmente nosotros lo torturemos y lo asesinemos. 

Nos preguntamos cómo puede existir un Dios que permita el dolor en el mundo, como si ese Dios no hubiese sido azotado, humillado, vejado, lacerado y clavado a un madero entre risas y pavoneos. Pero irónicamente es precisamente su ejemplo lo que nos salva de hacernos esa pregunta estúpida. Tal vez la salvación sea finalmente asumir con plenitud que el dolor es parte de la existencia, por mucho que nos quejemos de la existencia misma, pues “La existencia al completo, la materia toda y el vacío entero” bajó a nuestra altura, nos miró fijamente a los ojos y dejó que desgarráramos su carne hasta morir. 

La existencia sufre, igual que todos nosotros.



VI

Cada día me reúno con las cosas lejanas, con las cosas que aún no existen. Me arrodillo, poso mi oído sobre la calzada, y escucho los latidos remotos del mundo. Es como sentir a un ser inesperado pataleando en el vientre de una anciana a la que le quedan unas pocas horas de vida. Los pálpitos de lo imposible. Una amenaza subcutánea apunto de entrar en erupción.

Hay un cráneo bajo mi cráneo. El esqueleto de un espectro cuya personalidad se desenrolla desde una cueva oscura, como una alfombra rusa que te invita a entrar donde nunca querrías ir. 

Hay un Dédalo construyendo laberintos en las apariencias de las cosas.

Hay un Dios momificado en el sarcófago de mi mente. El reflejo enrarecido de una catalepsia espiritual. Un núcleo alrededor del cual giran los planetas extraviados. El calor sobre el cual la magia revolotea, personificada en una bandada de aves maravillosas que se desvanece por momentos, al chocar contra la atmósfera, dejando a su paso un rastro de lluvia invertida y un olor a cielo mojado.

Hay una rosa en mi lengua. Un significado osificado en las palabras que no alcanzo a descubrir. Pensamientos vendados a mi cuerpo como una segunda piel. Esa otra piel con la que te despiertas en mitad de la noche, lleno de arañazos y cicatrices.

Hay un lenguaje sobre cuyas ramificaciones se posan los pájaros, para cagar sobre los transeúntes.

Hay una palabra, aguardando impaciente en mi garganta.

Y hay un silencio, esperando, aún mucho más dentro de mí. 



VII

Sobre el cristal de su aliento azul, los extraños signos del firmamento emanan sus significados, burbujeando, creando correspondencias con la muerte cercana y haciéndola aún más próxima e inminente. Es el cadáver de un hombre que muere atragantado con una palabra demasiado inmensa. Asfixiado con un sentido cuyo alcance le sobrepasa. 

El río arrastra las intenciones atroces del lenguaje. Cientos de cuerpos, con forma de palabras, mutiladas y desmembradas, caen por la catarata conclusiva que es mi lengua. Escupo los restos cadavéricos de Ofelia sobre el papel vacío, justo aquí, donde confluye lo atroz y lo melódico. Algunos mechones de su cabello aún quedan asidos a las riberas agrietadas de mis labios. Pero aún no sé lo que quiero decir, pues no soy yo quien habla sino el lado invertido de un mundo que se desdobla hacia otro sentido que no es el mío. El cielo boca abajo que hay en mí. 

Aun con todo, de los miembros amputados del espíritu siempre germina un nuevo cuerpo, una metafísica de la carne que, aun putrefacta, abre sus pétalos hacia el Sol, más allá del alcance terrestre y de las miradas coitales. 

Hay una teología espectral  que araña al paraíso con las uñas, dejando, con el pasar de los siglos, marcas indelebles en la espalda de los serafines y en los incipientes senos de las diosas orientales. 

Hay una voluptuosidad inasible en ese cielo que sólo existe en las palabras auténticas, que sólo se manifiesta en la pureza sofocante de las intenciones incendiarias. Es un coito con las flores. Son los muslos abiertos de una belleza inaudita que gime con el placer de las cosas ocultas. La intensidad melancólica de un amor que muere poco a poco, escondido en la parte más alta de la torre.

La mente es una herida. La melodía magnética de un instrumento afinado a conciencia. Una música que ha sido afilada con el propósito de traspasar todas las cosas. Hablo de la mística del desgarramiento. Ese sueño que se sueña a sí mismo para despertar finalmente fuera de sí, donde uno reúne todo el valor y toda la voluntad necesaria para besar el fuego. Donde, al fin, ves morir al mar, mientras éste vierte todos sus secretos en la orilla.

Quiero escuchar todas esas sinfonías que se gestan en el vientre de la mujer extraña. El espasmo del parto donde acuden todas las criaturas de los cielos, todas ellas reunidas en una gigantesca coalición espiritual. 

Quiero disfrutar de esa música que únicamente se percibe con los sentidos mágicos, esa locura celestial que se derrama desde las cumbres más altas del éter en forma de lluvia y de granizo, todos los misterios que hacían zozobrar al mismísimo san Agustín.

Quiero descifrar el olor del moho que cubre la superficie agrietada de las cosas arcanas, comprender las intenciones ocultas en la erosión, averiguar el propósito recóndito de la fenomenología de las sombras, descodificar los patrones entrelazados en la metodología de los desastres. 

Quiero escuchar. Quiero disfrutar. Quiero descifrar. Quiero comprender. Quiero averiguar. Quiero descodificar.

Pero hay una cosa que aún quiero más, y con mucha más intensidad.



VIII

La afirmación "No existen las verdades absolutas" es una verdad absoluta en sí misma, la más absoluta y férrea de todas. La afirmación "No existe la moral" es el axioma moral más férreo y autoritario de todos, el módulo básico de un patrón de comportamiento que genera la cadena de conclusiones, acciones y pensamientos más previsibles e inamovibles. Ambas afirmaciones son los dogmas más antiguos en los que cae la mente humana, la religión más antigua del mundo: hacer del individuo (el YO) su propio Dios. Un hacer exactamente lo mismo que el gran colectivo, pero a la inversa. El colmo del gregarismo, pues sistematiza los mismos valores de la supuesta masa pero en sentido contrario, es decir, en el mismo sentido, ignorando además lo que en realidad se está haciendo ("Perdónales porque no saben lo que hacen"). Una religión que persiste y persiste cambiando únicamente su retórica, y recae y recae en su obstinada apariencia rebelde. Apariencias. Rebeldías. Gregarismos.

Politizar el pensamiento mágico y el pensamiento religioso es el acto barbárico más antiguo del mundo. Un resistirse a los poderes terrenales de forma increíblemente ingenua y aparente, pues de esa manera se auto somete a la autoridad entrando en su propio juego: la política. (Cristo no era un Zelote, por eso lo abandonó la gran multitud que le confundió con un Mesías político. Las cosas del César siempre son y serán del César).
La distopía es la más tonta de las utopías.

Apariencias. Gregarismos. Dogmas rebeldes.

Ser esclavo del uno mismo.

Un camino a no seguir.



IX

Las emociones me preceden abriéndose camino a través de mí para luego desvanecerse en cualquier otro lugar, habiendo dejado antes un eco prehistórico, una geología primitiva reverberando en un centro ardiente, un mundo de fuego desflorándose en el vientre y una luz fosforosa en los ojos, como el chispazo efímero de esa profundidad de la que hablan los libros, y todo ello con el mismo secreto de las ventanas cerradas, los bosques giratorios y vibrátiles que alcanzan a verse a través de los orificios de los sueños, pues soy un voyeur de los misterios, esas evanescencias cuyas formas son imposibles de aprehender más que en sus propias sombras, en sus caminos sin propósitos aparentes, los abismos que siempre tintinean en mis bolsillos junto a las semillas de ese silencio que nunca me atrevo del todo a plantar de forma definitiva, como si en realidad siempre estuviera esperando una iluminación prematura, sin haber cruzado antes todos los desiertos que he de cruzar, los áridos secretos en la sed y en el hambre, una convulsión nocturna aconteciendo en la superficie de las sombras, justo donde las heridas bostezan dejando escapar un aliento ultraterreno en cuyo olor resplandece el absoluto fragmentado en partículas azules, la mampostería celeste, las espirales del eclipse, los tres rayos cuyas ramas caen en picado desde el cielo vertical que está al otro lado, las sinuosidades lumínicas que bañan el doble corazón malgastado que hay en mi pecho, recorriendo el brillo de las distancias, y todavía más abajo, los caballos se desvanecen relampagueando en la cima inmensa de su ser, sobre los astros que dibujan todas esas geometrías que nos incitan a la búsqueda, las vistas que dominan el paisaje sobre el que el universo entero se precipita en una lluvia sencilla e inesperada, descubriendo los sedimentos de todas esas ciudades cuyas raíces alcanzan el mismo centro de la tierra, donde guardo mi más íntimo secreto, uno que intuyo aun sin conocerlo, pues sus reflujos comienzan en mí pero no me pertenecen, un secreto cuya importancia se desvanece, como las emociones que me preceden abriéndose camino a través de mí, como los caballos que relampaguean en la cima inmensa de su ser, pues las olas siguen murmurando contra las orillas, la lluvia sigue cayendo aunque no haya nubes en el cielo, y todo, todo, sigue ocurriendo, más allá de mi alcance.



X

Recorro las calles con la velocidad de un planeta extraviado, huyendo de las imágenes que me asaltan de repente, como caídas de un cielo bíblico que se desploma en pedazos, precipitándose con la urgencia de una lluvia en llamas. 

Los fenómenos atmosféricos de la imaginación, siempre tan impredecibles, siempre tan amenazantes, son el salpullido de un sueño, de una alucinación de la que despiertas en carne viva, teniendo ante ti desiertos suspendidos en el aire.

Una vez resguardado, leo el sentido de esas imágenes, como si estuviera pasando las páginas envenenadas de un libro pegajoso, teniendo cuidado de no llevarme los dedos a los labios, a la lengua, o a las mismas entrañas. Pero todos esos signos que trato de interpretar acaban encallando en los arrecifes de mi comprensión, al igual que todas esas personas que tratan de acercarse a mi para preguntarme la hora o cualquier otra tontería, ignorado que no vivo ni en el tiempo ni en este mundo.

Pongo nombre a los meteoros que atraviesan la atmósfera, esas palabras inflamadas que colisionan contra la superficie emocional, dejando unos cráteres de dimensiones inmensas. Pero tengo un corazón hecho con materia desconocida, construido con los átomos de la ausencia, una nada rarificada con esa presencia divina que nunca está. Tengo un corazón donde palpita la noche, recorriendo las venas como una droga ponzoñosa y alucinante. El ideal de los naipes. Una bestia vista de espaldas. Esa silueta inesperada que aparece tras el velo que oculta los paisajes vacíos. 

Hay algo anormal en el fenómeno gravitatorio que provoca todas nuestras caídas. Un vértigo maravilloso que se sufre al observar las perspectivas falsas de cada uno de nuestros anhelos, esos trompe l’oeil del pensamiento humano. 

Te dejas caer en todas direcciones, abarcando el espacio al completo, sin realmente llegar a ningún sitio más que a esa luz que configura los cuatro horizontes. Es el barranco suicida de los ideales del descenso. Pero la noche siempre amortigua la caída. Los primeros signos del atardecer comienzan a anestesiar ese desgarramiento. Y es al caer por completo el sol que las imágenes extraviadas del día se reúnen en círculo por las esquinas, alrededor de una fogata hecha con harapos y despojos prendidos en un bidón. Las imágenes marginales. Imágenes cuya retórica criminal no es sino un mero medio de subsistencia. ¿Acaso hay algo más intenso que el impulso de supervivencia? Es esta una pulsión como caída del cielo. Un erotismo que impregna todos los recovecos de la existencia con su poder evocador, con sus punzantes promesas de continuidad, la necesidad convulsa de perpetuar ese algo esencial que hay en nosotros a través del cebo del placer, un placer que va más allá del placer, un choque volcánico que nos disocia de todo lo que nos ata a este mundo, para así perpetuarnos en éste. Conservar ese poco de nosotros que anhela su continuidad. 

Pero todo eso no son más que imágenes. Posibilidades en potencia que estallan en los sentidos como un pedo espiritual por donde se nos escapa el alma entera.  

Las imágenes. Las imágenes avanzan en un cortejo de pesadillas, como una Santa Compaña que recorre errante los montes nublados de la mente. Imágenes en pena con olor a cera quemada. Fantasmas y aparecidos desfilando sigilosamente por todos esos despeñaderos que aguardan ocultos en cualquiera de nuestros propósitos vitales.

Y es que las imágenes, todas las imágenes, cualquiera de ellas, siempre se hacen presentes para anunciarnos una muerte inminente.

Y es después de esa muerte, que las brujas vendrán a devorar todo lo que hayas conseguido perpetuar en este mundo. 



XI

Un escalón más arriba siempre hay una gota de sangre suspendida en el aire. La explosión de un fósforo en el epicentro de las cosas que palpitan en el corazón. Y allí me encuentro yo, existiendo desde dentro, en un amontonamiento de mí mismos vaciados de sí mismos. Sin apetito. Siguiendo una inercia que no tiene nada que ver con el hambre ni con el anhelo creativo. He desollado los conceptos del éxito y del fracaso con un cuchillo oxidado, abriéndolos en canal desde la garganta hasta la pelvis. Sin serenidad. Sin rabia.

Existo, como un acto de renuncia emulsionado con el sonido de unas campanadas lejanas, disuelto en la reverberación de un ángelus rural que todos ignoran. 

Existo, contaminado con el olor de un trébol negro. Desbarajado por un juego de desemejanzas puestas boca arriba sobre la mesa. Pues soy una advertencia. El cabello negro y mugriento de la bruja, ese que se mantuvo intacto durante la quema, antes de salir volando sobre los gestos horrorizados de la multitud. 

Soy la verticalidad de una muralla contra la que los demonios se tropiezan. La incorruptibilidad de un santo corrupto. El grito por el grito. Una caída deliciosa y sin fondo que te devuelve al mismo sitio, pero habiéndote cambiado de forma irreversible. 

Soy los golpes insistentes en la tumba de aquél al que enterraron vivo. El estandarte romano clavado en una tierra inhóspita y deshabitada. Soy la mueca asqueada en la cara angelical de ese niño que se esconde en las sombras, tras haber cometido un crimen espiritual a plena luz del día. 

Soy la experiencia de una piedra inmóvil sobre la que han degollado a hijos y a carneros en el nombre de Dios. La persistencia de una visión inesperada y sangrienta. La ondulación de ese torrente donde san Juan hundió su cabeza, con el propósito de renacer en su propio ideal imposible.  

Soy el fuego del firmamento interior, una realidad en carne viva, llena de aristas y de consciencias desafinadas. La guarida de ese Dios forajido a cuya cabeza le han puesto un precio imbatible: la medallita racionalista del ego hinchado y nihilista. 

Soy la distancia que hay que tomar para entender las circunstancias improbables. La sospecha oculta en ese ademán que aprueba, con una leve sonrisa, cualquier fórmula irrefutable, sabiendo que nada es explicable en última instancia. Sabiendo que las explicaciones no son la Explicación.

Soy esa pintura que nadie ha visto todavía. La vivacidad de un destello en una esquina irrelevante, donde la expansión de las cosas inefables alcanza su mayor fuerza, su expresión más pura y penetrable. 

Soy una llamada a la muerte constante, y a un renacer efímero e inmutable. El cuerpo de un fantasma que no existe, pero que todo el mundo dice haber visto, en el momento del miedo. 

Soy la madera de una casa que arde por voluntad propia para echar a sus molestos habitantes.

Soy la desnudez de una muchacha pudorosa que se desviste ante todos, antes de saltar por el precipicio más profundo e inaccesible. 

Soy el pasillo oscuro que lleva al otro lado de la casa, donde todas las puertas y ventanas fueron cerradas sin ninguna razón aparente. Donde únicamente el candor de tus secretos es lo que importa. Donde todo eso que ocultas se hace cada vez más grande.

Existo, como tantos otros signos, como tantas otras cosas que aún no son o que ya han sido.

Soy, como una oscuridad compuesta de tinta y significados abarrotados…

… una muralla derruida, y aun así, impenetrable.



XII

Es durante esa pausa silenciosa que acontece tras la medianoche, mientras todo el mundo duerme y las polillas caen ardiendo de las lámparas. Es en ese momento en que la noche es tan profunda que de ella surge una mano ensortijada, apretándote el corazón. Cuando la luna sube al cielo con una luz de fin del mundo. Cuando todos los objetos que tienes alrededor levitan en el aire, con la intención de expresar tu propio dolor suspendido. Es mientras pienso en todos esos poetas que ya no existen más que en sus palabras, esos muertos cargados de historias e intenciones que de tanto leerlas las he hecho un poco mías. Es entonces, sólo entonces, que bordo con mi daga rosas en mi piel. 

Y es en ese dolor con forma de flor sangrienta, que se oculta un cielo clandestino. Un cielo de donde entro y salgo cada noche, ataviado con las alas de un asesino, volando con la intensidad de una tormenta que está apunto de estallar en el filo de mi daga.

Y es entonces que se me aparece un ser transparente. Un ser como escapado de los infiernos, como asfixiado con el aire que exhalan los pulmones de los demonios. Y le ofrezco un beso. Un beso que acumula en su caricia la electricidad de las nubes. Un beso que posee la elegancia de un rey decapitado levantándose con vida de la guillotina, como golpeado por un rayo. Sí, mi beso es como el de una vieja mugrienta que respeta el poder infinito de la superstición.

No hagáis ascos a mi dolor ni a mis caricias. Hay que perpetuar la belleza de alguna manera. Hay que perpetuar la belleza de cualquier manera. 

Hablo el dialecto de un dialecto que viene del estómago, como un eructo inapropiado, como una solución cuya única respuesta es la impertinencia: la respuesta de los volcanes, los lobos sin cabeza haciendo rondas nocturnas en las estepas colindantes de la imaginación, un juego de damas cuya única resolución es la muerte anticipada, el reflejo de ese sol invisible que brilla al otro lado, un inmenso caballo de madera con cien mil caballeros solares en su interior.

Esta es mi única manera de abocarme a la realidad. Haciéndole nudos absurdos a mi corbata y pisando diamantes por el camino, aplastándolos, como si fueran los cristales planetarios de una galaxia lejana. Haciendo crujir a este, el más duro de los materiales, como si de una advertencia canallesca se tratara. Pues hay que perpetuar la belleza. Hay que perpetuarla de alguna manera. De cualquier manera. Provocando una muerte agónica por acumulación de flores en la garganta. Así, aunque fuera. 

Soy un rapto cometido en los sueños. De esos sueños que recargan la consciencia con los fantasmas abisales, esos que aparecen durante la vigilia, como un recuerdo prohibido, como un eco escatológico reverberando en la oscuridad de las cosas.

Sueños. Sueños que ves a través de las ventanas, tronando, como lo hacen los truenos, resplandeciendo, como lo hacen los umbrales. En suma, haciendo lo que tienen que hacer. 

Pero soñar no es suficiente. Nunca lo es. Es por eso que me bordo a mí mismo rosas en la piel. Porque es en el dolor donde las palabras caen por su propio peso, como por causa de una gravedad invisible que atrae a la imaginación hacia un abismo oblicuo y difícil de ubicar.

Y la lluvia, como yo mismo, sigue cayendo en esa misma dirección, como un pájaro atacado por el vértigo.



XIII

A mi alma:

Hay hormigas que excavan, día y noche, en todos los rincones de la mente, buscando definiciones, tratando de encontrar una cantidad de palabras e imágenes que las representen, cualquier cosa que otorgue a su pensamiento una mínima apariencia, una cadena de pequeños aspectos que configuren al objeto y al sujeto de sus visiones. 

Yo prefiero abandonar el rasero de los insectos. Entrar en todos los niveles de la noche, sin apenas pensar. Encontrar las evidencias simplemente dejándome llevar. Interpolar las pequeñas obviedades con los gigantescos saltos de la imaginación y de las corrientes eléctricas. Rodar en la inercia de un sentimiento, el que menos entienda, y perpetuar mi esencia en ese giro vertiginoso.

Quiero confabularme con las circunstancias de mi alma, de una vez por todas. Urdir un plan sin llegar a saber jamás en qué consiste este, más que en sus resultados, en las epifanías extremas de su espiritualidad.

Quiero convertir el espíritu en carne y a la carne en espíritu, con un sólo golpe de mi puño en la mesa, desenvainando la espada que oculto en mi bastón, si acaso esto último hiciera falta.

Quiero vomitar toda sustancia que se llame pensante y descubrir las maravillas de la debilidad, ese estado sensible que se deja traspasar por todos los misterios, sin oponer apenas resistencia.

Quiero abandonar toda apariencia, debilitar mi cerebro hasta que no sea este objeto inútil lo que me piense.

Quiero abdicar mis poderes en dos niños rusos y dejarles reinar como dos zares infantiles e imperiales: de forma perturbadora.

Quiero adaptarme al ser más anormal que encuentre, en oposición al estado normal de las cosas, y abstenerme de cualquier pretensión desesperada, pues sólo quiero esperanza, esperanza en las cosas que parecen no ser.

Quiero lanzar mis ropas al abismo de las ropas. Tirar todas mis cosas al abismo de las cosas. Escupir mis palabras al abismo de las palabras.

Quiero invocar el noble nombre de Antonin e irme con él de copas, aunque no probemos ni gota, y al final de la noche, alcanzar con él la cumbre glacial del espíritu.


XIV

Hay una presencia ahogándose en un charco de luz. Una luz que parece convertirse en noche a medida que el ánima se hunde. Pero es esta una noche muy distinta de la noche. Es un algo discorde donde, poco a poco, reaparecen los fragmentos doloridos de un templo, un recuerdo disperso concretándose en la figura de un niño cuya piel iridiscente me recuerda a un hematoma gigantesco de galaxias. Y este niño se me acerca, levantando una ceja, murmurando con una pronunciación azulada, con la dicción de una hemorragia. En definitiva, haciéndome partícipe de una obviedad ininteligible. 

Al ponerse frente a mi, me doy cuenta de la expresión en su rostro, deliberadamente marina, de los pensamientos subacuáticos reflejándose en su rictus como una marea de sueños remotos empujando las intenciones de sus labios, de sus palabras. Una elegancia que no es más que tránsito. 

Resumiendo, su apariencia es la de un caballero sumido en una ensoñación de caballero, la de un hombre sentimental desprovisto de todo sentimiento, poseedor únicamente de espíritu. En suma, el aspecto de una renuncia.

Y es por ello que no me sorprende lo que el niño finalmente exclama, ni que lo haga con una voz lo suficientemente alta como para romper cualquier ensueño: -¡He renunciado!- dice, observándome con una expresión entre lastimera y llena de terror, como apunto de estallar a llorar, no se sabe si de tristeza o de furia. Y mirando a su alrededor, parece de pronto darse cuenta de que la existencia sólo existe con crueldad. 

Y el niño empieza a andar hacia atrás, con una decepción inmensa adueñada de su cara. Su piel absorbe ahora la oscuridad, toda la oscuridad, como un papel secante, sumiendo su aspecto galáctico en una negra Nada. 

Pero antes de desaparecer del todo, deja una estela de palabras tristes: “Vuestro hubiera sido el Reino de los Cielos”.

Y es aquí que miro fijamente al suelo, más allá de mis pies, con la idea de que ese cielo del que habla el niño es una realidad subterránea, pues Dios yace enterrado a muchos metros bajo tierra, a mano de la ignorancia irremediable de los hombres, como una civilización maravillosa que fuera hace siglos sepultada por una erupción volcánica imposible de prever. 

Y no es casualidad que esta mi teología haya adquirido una retórica más propia de la arqueología, como si esta, mi amada ciencia, fuera ya no más que un embrujo que desaparece poco a poco, iluminado por una vela que ya no está.



XV

Hay un ideal al que me siento apegado. Un ideal en el que es posible retener la fuerza de las palabras momificando su sentido, como en un embalsamamiento egipcio, impidiendo así que se descomponga la resonancia de sus tejidos. Habría que enterrar las palabras con toda la cohorte de poetas que las han utilizado, bajo la arena, junto con todos los artilugios mágicos que aseguren su perpetuación en la otra vida. 

Hay un faraón sobrenatural habitando cada una de ellas. Su imagen vira en el espejo del lenguaje con una sucesión de estallidos solares capturados en el instante de las apariencias: su rostro.

Hay secretos acurrucados en el hueco de su ombligo. Una espiral de piedras preciosas adosada en su vientre, y más adentro, la montaña, una montaña invertida en un paisaje invertido, una imagen nevada y decisiva que se derrite junto con el hielo y las demás cosas congeladas. Pero más dentro aún, tan sólo puedes encontrar esos pétalos removidos por el viento, pétalos que arden en espirales azarosas a través de los pasillos quebradizos de las entrañas, como trombas de un aire inflamado por alguna agitación desconocida. 

El paisaje está muerto, la eternidad está muerta. Es en esa escisión de realidades donde refulge una irrealidad determinante y espantosa. Algo que fue soñado habiendo dejado una impronta indeleble, pese a no ser recordada. Y es que a esta altura de mi vida soy capaz de vislumbrar esa fila de columnas griegas alineadas con la continuidad de las cosas, como informando de un acontecimiento mágico e inminente que está apunto de suceder en algún lugar del pensamiento interior, del pensamiento más oculto. Tal vez se trate de una fuga de gases letales procedentes de aquel cubículo donde fue encerrado todo lo maravilloso, todo aquello a lo que le es imposible subsistir a plena luz, ni adquirir una apariencia física allí donde la gente carece de fe.

Es aquí donde se encuentra ese líquido derramado, ese licor de sabores infinitos y de verdades ocultas en la médula ósea del misterio. Una realidad embriagadora.

Y es aquí donde mis giros constantes cobran sentido. Donde toda esa sucesión de rehaceres vitales, un rehacer mi vida tras otro, adquiere una expresión profunda, la silueta de un ave que tan sólo es alterada por las vibraciones del espíritu.

Estoy obligado a existir en este fenómeno magnético, entre gritos intelectuales y la gravedad física de la carne, los dos polos que atraen al hombre hacia lo incomprensible para, una vez dentro, hacerlo estallar.

No hay ninguna sutileza en este sistema de sistemas. No hay asedio posible a esta fortaleza de lo vertiginoso. Y es que tan sólo hace falta echarle un vistazo a nuestras vidas para tener consciencia de ese algo que yo llamo dolor común. Y con todo, siempre existe un estremecimiento, un rubor indefinible, el pelo erizado como respuesta a la excitación de todos los aspectos vitales. Un fuego milagroso que sustituye a la piedra inmutable de la anterior consciencia. Una iluminación repentina que toma la ruta más difícil y extraña de nuestra existencia. 

¿Pero cómo darle nombre a esta sucesión de sucesos internos? Es aquí donde acaba la tarea de la poesía, del arte, o de cualquier tipo de pensamiento y expresión. Elijamos una palabra que, aunque fallida, sea al menos excitadora. Elijamos una palabra que de algún modo consiga diferenciar nuestras vidas de la muerte. Y una vez elegida, no nos atrevamos nunca a pronunciarla. Dejemos que persista como un secreto inconfesable, como un as escondido en la manga para siempre, una última bala destinada a no ser jamás utilizada, pues la única manera de usarla es contra nosotros mismos. De todas formas, somos seres que morimos de antemano.

Pero lo que más me turba es que, en el curso de esta búsqueda irresoluble, caes en la cuenta de que todo presentimiento verdadero es oscuro. Que es en la metafísica de esta densidad nocturna donde se disfruta de momentos definidos y claros, de una incertidumbre que se vuelve mansa al aceptarla. Y esto es algo con lo que ni los mismos ángeles podrán ayudarte, pues se trata de un conocimiento solitario. 



XVI

Flores. Flores anudadas a lo más hondo de ti, desde donde sale un oso negro como de una caverna inundada, en busca de otra morada. Un desvío de la vida hacia otra fisonomía interna.

Sientes las sombras de una figura interior que se pasea por los límites de tu consciencia, de tu ser, para finalmente desaparecer sin decir nada, dejando tras de sí una sensación de ausencia. Una ausencia omnipresente.

Hay un desatino en los signos del pensamiento, acepciones erradas que nosotros compensamos haciéndonos cómplices de la muerte. Hay una multiplicidad extraña en todos estos encuentros con la vaguedad del lenguaje, una complejidad que nos dispersa por caminos sin destino. Necesito simplicidad, simplicidad, aunque ésta sea el mayor de los engaños.

Hay que encontrar alguna manera de llamar la atención del cielo. Dejarnos devorar por una bestia en medio de un bosque oscuro, y esperar que un ángel perciba este gesto como una señal inaudita de auxilio, una bengala lanzada en medio del océano con la absurda esperanza de ser vista.

Hay que palpar la realidad para encontrar las hendiduras por las que asomarnos. Tal vez ese sea el uso real que hay que darle al lenguaje. Hacer de él el instrumento de la locura, un laberinto desplegado hacia afuera, un cuchillo abandonado en el suelo con la punta hacia arriba. 

Hay que mezclarse con los peces abisales, con los temblores de tierra y con la sangre que jamás se coagula, para así seguir emanando continuamente.

Hay que virar en todos los sentidos, y recorrerlos, no sólo con la mirada, sino con la voluntad que arrastra al cuerpo en contra de sus impulsos de supervivencia.

Hay que observar al mundo como si este fuera una gran vidriera de colores atravesada por el sol.

Hay que ser un estallido, un gran golpe que rompa el espejo para así poder observarte en sus trozos, multiplicado por mil.

Hay que invertir el orden de las cosas, para luego doblarlo, plegar sus esquinas, ponerlo sobre tu lengua, y finalmente, prenderle fuego. 

Hay que ser una espiral, una ensoñación defectuosa, una columna jónica invertida que desoriente al fenómeno de la gravedad.

Hay que ser alma, sobretodo alma. 

Hay que lanzar una rosa ardiendo al viento, y después de eso, sentarse a esperar.



XVII

Estoy considerando la afasia como medio de evasión. Poner al espíritu en régimen de éter. Y todo ello siendo consciente de que toda evasión tiene algo de fecal, algo de desecho.

Tengo un idealismo innato que se adueñó de mi mucho antes siquiera de yo existir. Un idealismo oscuro que va mucho más allá de las propias ideas. Un estar atado al cordón umbilical de las maravillas. Pero hay una incurabilidad también innata en ello, así como una tendencia antisocial proveniente del alma, pues hoy en día el alma, para mi regocijo, es considerada un tóxico, un peligro para el bien común y gregario. 

Es así que los seres conscientes de su alma son condenados a la marginalidad, sentenciados a convivir con el resto de seres marginales. Pero esto es algo que me llena de gozo, la comprensión común entre todos estos seres, pese a su aislamiento y a las distancias irremediables que los separa.

Todos estos seres marginales resplandecen, como si fueran descendientes directos de aquellos seres mitológicos del pasado, ya extintos. Se trata de un linaje solar, del oro negro en la sangre, del más bello escudo de armas fulgiendo en el corazón, del furor de los números mágicos multiplicándose en éste. Una cábala inoperante, y aun así, hermosa. 

Estos seres son una excepción en todo. Los nuevos magos de oriente que saben prever las coordenadas de la estrella anunciada, y mejor aún, hacia dónde se dirige ésta. Seres que no se indignan por nada, pues la indignación es de cobardes. 

Y me he referido al alma como un componente tóxico, pues las imposiciones nihilistas de esta nueva sociedad, esta nueva ley seca del espíritu, han convertido las exaltaciones del alma en un vicio secreto. Me he transformado pues en un veneno, en una sustancia opiácea que supuestamente adormece al pueblo en vez de alumbrarlo: soy una droga prohibida, un traficante de esperanzas maravillosas. 

Pero con todo, mi existencia clandestina me complace. Hay seres destinados al veneno. 

Y pese a todo, prefiero ser un loco lúcido, a ser como tú.



XVIII

Vivo en una encrucijada, mirando hacia dentro, disociándome de lo que aparento ser sin serlo, como un consentimiento para mudar la piel y darte cuenta de que no hay una nueva debajo, sino un vacío refulgente que simplemente Es. Un esplendor sin nada más que esplendor. Una esencia que acontece pese a no existir. 

Y así agoto el tiempo de mis días, buscando maneras de irrumpir bruscamente en mi ser, como un Blitz inesperado que aborda todos los aspectos del espíritu y su extraña conjunción con la carne, siempre de forma imprevista, sin darles tiempo a huir, de esconderse, o de tomar el aspecto de la apariencia. 

Y para ejecutar esto hay que adelantarse a la muerte, realizar una avanzadilla y morir de lleno. Pero morir una muerte distinta a la definitiva. Se trata de morir a todas las cosas que no somos, decapitar las sombras que configuran nuestra apariencia, nuestro espejismo, y reconquistar la auténtica capital de nuestro ser.

Pero hay que tener claro que semejante empresa es muy similar al suicidio. Es continuar tu vida siendo un fantasma, siendo una entidad espectral que atraviesa las cosas sin siquiera inmutarse. Un ente de ultratumba que se desvanece como el humo en cuanto los demás le quieren hacer pensar lo mismo que ellos piensan. Y es que ya no eres más que humo. Humo y fulgor.

Y es así que la vida deja de ser un azar absurdo. Tú mismo dejas de ser un azar absurdo. Todo se torna, en cambio, otro tipo de azar: un azar significativo. Flotas a medio camino entre lo bello y lo feo, entre lo bueno y lo malo. Pero la ubicación es lo de menos. Lo determinante es que estás flotando, que eres etéreo y que posees una ligereza tal que puedes ascender, como los seres alados, romper las pautas, todas las pautas, y finalmente, encontrar tu cielo. 



XIX

A veces me sorprendo por mi insistencia para jugar con las metáforas de la muerte. Me resulta imposible no hurgar en el agujero de los acontecimientos irremediables. Y eso, a menudo, me hace concebir la vida como una gran sala de espera. 

Pero hay en esta incertidumbre un elemento de placer, siempre y cuando abandones en ella cualquier idea conclusiva. Se trata del placer de dejarse llevar, de aprovechar el estado de tránsito, como cuando estás sentado en un transporte público, en cuyo trayecto te ves exento de toda obligación más que de mirar por la ventanilla. Es la libertad del movimiento, un observar las cosas desde la velocidad del decaimiento. La naturaleza refinada de quien toma consciencia de que su dirección apunta hacia un lugar que se desvanece, en vez de aproximarse. En suma, transcurrir por la vida como el pasajero de un haz de luz.

Sin embargo, existen muchos motivos para perturbar esta espera ensoñada. Motivos a los que hay que renunciar, pues hay que poner el énfasis en este sueño apolillado del que tú mismo eres la metáfora. 

Son muchos los tipos de espera, pero ninguna está exenta de la inercia de este movimiento, de este fenómeno gravitatorio hacia la nada. Nadie mostraría ninguna delicadeza ante la perspectiva de morir en vano, o antes de tiempo. Pero es el dejarse llevar lo que nos comulga con esa carencia de propósito, y esa constante falta de tiempo. 

Incluso la poesía está sujeta a estas leyes del decaimiento, pues no es fácil tomar consciencia del embrujo de las cosas, pero sí perderla, por mucho que la maravilla esté inscrita en cada rincón de la existencia y de señales de omnipresencia a cada momento. 

Perder ese poder, el de la poesía, es morir antes de tiempo. Antes que eso, prefiero morir enterrado en mi propio lenguaje, uno que sólo entiendan los pájaros o los seres que aún no han tomado cuerpo. 

Hablo del sánscrito del sueño, la locura universal, esa misma música que todos escuchan pero que cada cual interpreta de distinta manera, dependiendo de la altura de sus ensoñaciones. 

A veces me enfado conmigo mismo por perder el tiempo de este modo, por seguir esta insensata cadena de posibilidades. Pero sé, en el fondo, que la maravilla necesita de algún testigo, de algún cliente despistado. La maravilla es una prostituta, una presumida que coquetea con las mentes ensoñadas para poder subsistir de algún modo, existir, aunque sólo sea en la consciencia de algún caballero embrujado, de alguno que viaje en los haces de luz, de cualquiera que transite con la velocidad del decaimiento. En suma, de todo aquel que se niegue a morir antes de tiempo. 



XX

Vivo como si nunca hubiera salido de un barrio periférico de la antigua Alejandría, de esa Alejandría que evocan todos esos libros maravillosos que han resistido el paso del tiempo, precisamente por no haber jamás pertenecido a este. 

Vivo como un monolito custodiado por un ángel negro, rodeado por un desierto cuya arena es tan ardiente que quema los pies hasta carbonizarlos. Y es así que tan sólo los seres que están dotados de alas son capaces de acercárseme. 

Y es que vivo amparado por los presentimientos, pues no hay mayor oráculo que el instinto, una montaña cuya tierra, piedra y roca viven con el poder añadido del presagio. Una materia efervescente que se diluye con la lluvia para transformarse en un fenómeno atmosférico, como un milagro de la naturaleza que camufla su carácter milagroso con el hábito de la cotidianidad. 

Observo todos esos milagros y maravillas cayendo del cielo como meteoritos emocionales, creando cráteres gigantescos en la superficie del pensamiento, siempre de forma violenta y devastadora. 

Y es aquí donde entra el carácter volcánico de mis decisiones, creando sus propias leyendas minerales. Mitos compuestos de pirita, amatista y cuarzos meteorizados. Soles adoptando distintas apariencias según la materia de sus explosiones… sucesos que acontecen por razones que se me escapan. Pero indagar en las causas de tales fenómenos sería un volver al génesis de todo lo que en nosotros es incomprensible. Es decir, una pérdida de tiempo.

Vivo acechado por leones de fuego que se ocultan tras el aire, asediado por espirales que ascienden hasta la circunferencia de un astro poético, pues todas las palabras visionarias tienen una forma esférica, similar a la de los planetas, los satélites y las estrellas.

Es así que todas las obras de mis poetas preferidos son una gran esfera. Un orbe opalino cuyo centro emana los rayos dorados que otorgan la vida a todas las cosas inanimadas de este mundo, haciéndolas refulgir como réplicas vivientes del sol, para mi constante asombro. 

Pero por encima de esta forma esférica, de todas las formas esféricas, hay un trono flotante con una figura sentada en el aplomo de su propio vacío. Se trata de Antonin Artaud, un Demiurgo cuya obra completa, incluyéndolo a él mismo, es para mí una Biblia de lo maravilloso. 

Giraban sus palabras en pura y alocada sincronía con el mismo giro lunar, con la rotación de los planetas, con la efervescencia del sol y con la propia entropía del Universo. 

Fue Artaud un Dios mártir durante su estancia en la tierra, pues fue ésta la de un viejo decrépito y semidesnudo que juega a los dados con sus propias muelas, en el suelo, como un indigente delirando a las puertas de algún templo griego dedicado a Zeus, siendo él consciente de que la divinidad de su presencia le pasa desapercibida a todo el mundo, a todos esos seres grises que ignoran que sus vidas discurren determinadas por este juego azaroso que el viejo ejecuta en silencio, en el suelo, moribundo, lanzando a la mugre sus propias muelas.

Y nunca ha habido mayor milagro que el de semejante existencia.



XXI

Recuerdo perfectamente aquel templo. La profundidad sobrecargada con los murmullos superpuestos de los monjes, esas voces consagradas a la oscuridad, invocando rítmicamente todo aquello que no tiene nombre. 

Los rituales se amontonaban al sonido del gong, y era entonces que todo lo remoto se agolpaba en ese mismo presente, un instante abovedado y custodiado por estatuas gigantescas y aladas, figuras de piedra sustentadas en el aire únicamente por la densidad de las nubes de incienso. 

Y es precisamente el olor, el aroma de las ofrendas, lo que rememoro con más apego. El mismo aroma a pétalos quemados con el que están perfumadas las montañas sagradas. Un olor que, tras impregnar tus ropas, siempre viaja contigo, formando ya parte de tu lenguaje y de tu forma de ser.

Así pues, ahora pertenezco a ese algo que se intenta comunicar a través de semejante aroma, emanando con la cadencia de un hexámetro embrujado, expresándose con el ritmo pausado de una anomalía sobrenatural.

Se trata de una pedrería maravillosa manifestándose en algún lugar del símbolo sensible. Aunque debiera decir que en realidad se asemeja aún más a un animal salvaje que da vueltas alrededor nuestra, a través de las sensaciones olfativas, como si fuéramos la presa escogida para ser ejecutada en una carnicería metafísica, para disfrute de los dioses.

Es aquí que tu ser vibra con toda su magia contenida. Una magia que te destruye por dentro si no la empleas hacia afuera. Es como tener a un dragón persa en las entrañas intentando salir por algún lado. Una agitación interna tan intensa que haría sudar hasta a las estatuas.

Y es con esta magia con lo que uno es capaz de ver más allá de las cosas, de ese templo y de cualquier otro recuerdo. Más allá aún de los paisajes de lava muerta y los jardines laberínticos del subconsciente.

Es con esa magia que tu mirada alcanza a ver el objeto que escapa a los sentidos, aun habiendo estado siempre ahí: un figurín masculino con dos falos enormes en cuyas cimas resplandecen respectivamente dos soles siameses con el fulgor típicamente perturbador de la duplicidad.

Tu pensamiento escala hacia esas cimas, duplicándose, haciéndose doble de sí mismo, hasta alcanzar las cúspides. Y es en esa altura, en ese clímax tan cercano al cielo, donde uno puede al fin hablar con los dioses.



XXII

Pensar, aunque sólo sea pensar para hacer del pensamiento un testigo, un evento sutil que alcance hasta la última extremidad del ser. Y existir. Existir como si fueras un destello imperceptible en alguna superficie reflectante y lejana. Una única palabra formulada como un mantra volátil. Un sonido que carezca de significado, pero que adquiera el enorme poder de lo evocador al ser reiterado una y otra vez en la voz interior.

Precisamente en la voz. Hay una transformación ilimitada en las corrientes eléctricas que se deslizan a través de las cosas que aparentan no tener importancia. Es en la sutileza de los secretos transmitidos en voz baja donde este milagro acontece, pues la realidad de las cosas se hace más incisiva cuando se expresa bajito, casi con susurros, haciendo que tu interlocutor, o tu yo que se escucha, se te tengan que acercar aún más para comprenderte. 

La voz baja es cercanía, proximidad, una gran toma de consciencia. La gente que habla a gritos es siempre la que ignora su realidad interior. Son ruido, horror, vacío. Los gritos jamás traspasan ninguna frontera, jamás van a iluminar a nadie con lo meramente subversivo o escandaloso. Nunca hay nada tras la apariencia grandilocuente de las revoluciones estridentes. Ni tan siquiera en las revoluciones por sí mismas, y menos aún en las estridencias a secas. Esas son cosas que pertenecen a las apariencias externas, donde el ruido corona el trono de todo lo ilusorio.

Pero el pensar en voz baja… pensar en voz baja hace que tus palabras se confundan con la sutil luz del ocaso, del amanecer, o de cualquier otro Umbral determinante: esa luz liviana y dorada que anuncia la inminencia de un cambio. De un cambio interior y por ende real.

Es en esos momentos, en los que el mundo es iluminado a media luz, a media voz, cuando la realidad de las formas se percibe con toda su magia, pues la percepción se ve forzada a dejar paso a la imaginación para completar la comprensión de todo aquello que apenas sí se ve o se escucha. Es esta una perfecta, por sutil, comunión entre tu mente y el mundo.

Hay que sentir el soplo, el diálogo de los vientos y de los eventos que nos afectan. Y aún más de aquellos que no nos afectan, pues más tarde o más temprano van a hacerlo. No nos reencontraremos con los mundos que hemos perdido hasta que no abramos las ventanas, las puertas y todas las cortinas tras las que nos hemos refugiado. 

Escuchar, escucharse, es un acto de valentía. 

Escuchar y hablar en voz baja.



XXIII

Tal vez lo que esté escribiendo no es un diario, sino una carta. Una carta escrita con las oscilaciones propias de la insensatez, de la urgencia íntima. Consecuencias del fervor y de una imaginación superpoblada con engendros. Un mosaico de brillos y de leyendas personales entremezcladas en el tiempo y en el cuerpo. La sangre emanando a borbotones por la herida de las intenciones y de los anhelos. Una crispación vertiginosa que cae sin cesar desde algún lugar cósmico, donde las cosas serían de otra manera. 

Pero poco a poco el estado confuso de los pensamientos se va convirtiendo en algo mensurable, en una masa fangosa del tamaño de un planeta, de un cuerpo celeste comprimido en tu cabeza y que de igual manera sigue girando alrededor del Sol con la velocidad desbocada de las cosas celestes. Es así que tu existencia es tan similar al vértigo. 

De pronto tomas consciencia de que tu pensamiento y tu propio Yo funcionan como un sistema binario. Soy Plutón con un Caronte girando delirantemente alrededor mía. La igualdad de masas nos mantiene en un estado de inconsciencia en el cual es prácticamente imposible diferenciar el espíritu de la carne. Es por ello que los momentos de iluminación son una aberración, un ladrido estelar que te desvía de tu órbita. 

Es en ese estado de cosas que sales a la calle viendo Virgenes en todas las esquinas, como si este fenómeno fuera parte de una rutina normal y ordinaria, mientras el resto del mundo, el mundo convencionalizado bajo premisas empíricas y sociales, ese mundo se te antoja como una aparición fantasmagórica, un delirio ridículamente crédulo provocado por la inducción de alguna creencia religiosa malintencionada y quimérica.



XXIV

Me he ganado el reconocimiento de los pájaros, el beneplácito de las nubes y el consentimiento de los fenómenos atmosféricos.
Y todo ello por haber creado en mí una gravedad invertida que me hace sentir mi peso hacia el cielo y una elevación hacia la tierra.

He derretido a la oscuridad después de haberla convertido en hielo. Y todo ello con la precisión del vacío.

Me he dejado empapar por una lluvia triangular que caía de un triángulo de cielo. Y todo ello corriendo el riesgo de haber muerto desangrado por la cuchillada de la belleza. 

Me he dado cuenta de que no todos los laberintos son oscuros, así como que no toda luz es lúcida. Y todo ello por haber cortado la densidad del abismo con las aristas del sentimiento. 

He descubierto una ruta interior, tras la cual apareces en un lugar que está lejos de aquí. El lugar donde te piensas sabiendo que no eres tú quien lo hace. Y todo ello por haber aceptado pertenecer a las encrucijadas. 

Es ahora que te miras en el espejo, pero en su superficie no aparece nada más que una llama. Observas esperando aparecer hasta que el espejo entero acaba ardiendo, sus cenizas arrastradas por el viento interior. Pero el hecho de que el espejo se haya consumido no significa que aquella llama se haya apagado. Muy al contrario, su voracidad sigue buscando más espejos, más reflejos, más ‘uno mismos’ que devorar. Los zig-zags del lenguaje propio no son capaces de esquivar la quema. Y es así como ha de ser.

Pero hay otra posibilidad. Se trata simplemente de dejar a tu Yo morir de hambre. Y por supuesto, observar su agonía. Una vez este haya muerto no hay más que seguir el rastro ascendente de su alma. 

Has de saber que todo aquello de ti mismo con lo que no te sinceras se convierte en una enumeración de sobresaltos, de objetos orbitales que se precipitan por esa catarata emocional que va directa al desagüe.

Y es que de todas formas uno acaba siempre sorprendido por la inmediatez de las emociones, por la manera en que éstas enfatizan y magnifican la realidad del momento presente, como si nunca hubiera habido ni fuera a haber ninguna otra realidad. Es así que preciso a diario de una dosis de morfina espiritual, de un salir de ese estado de cosas tan ancladas no sólo en el momento presente, sino en esos pasado y futuro ilusorios. 

La verdad está sobre la piel, siendo absorbida a través de los poros, pasando así a la sangre y finalmente siendo asimilada por el sistema nervioso.

Y es aquí cuando, de improviso, ocurre el espasmo, la pérdida de la consciencia y de la posición vertical. La pérdida de cualquier posición, pues ya no estás ubicado en el espacio.

Es en ese delirio interno que ya no precisas de dogmas, de símbolos o de imágenes evocadoras, pues estás presenciando lo que todas esas cosas intentan abarcar de forma fallida. Fallida aunque orientadora. 

Pero lo que presencias son los fragmentos de un Todo que a su vez es un fragmento. Un continuo prefacio de lo absoluto que no llega jamás a introducirte del todo en la gran obra. 

Así pues, percibes los retazos de su evocación con una sensación de quemadura, con una fatiga incendiaria, rompiente y dolorosa. Es la sensación de estar existiendo en otro lugar, y de que aquí no eres más que una torpe emulación.

Tras semejante experiencia tu alma te duele, como un miembro fantasma que hubieran amputado tras una catástrofe espiritual. Es increíble la fragilidad de esta toma de consciencia. Un estado que nunca llega a cristalizar del todo. Es una herida que jamás se coagula pese a que uno quisiera convertirla en cicatriz.

Te acostumbras pues a vivir con luciérnagas bajo el cráneo. Al constante vértigo de la ruptura interna y a sus correspondencias con el otro lado, con todo aquello de lo que no somos más que una torpe emulación. Te acostumbras a ser, siendo un simulacro metafísico. 


XXV

Todos mis anhelos se hacen realidad en el lenguaje de los gestos que son imperceptibles, en la inacabada sugerencia de las imágenes clandestinas, en todo aquello que precede a la comprensión, superándola. 

Pero es sobretodo en la fragilidad del vidrio y del hielo donde se perpetúan mis sensaciones, en la inminencia de su ruptura y en los mil pedazos que se desvanecerán en el espacio y en la estructura de su memoria. Una descorporeización realizada a través del cuerpo.

Es la fragilidad de las cosas escritas la mayor de las fragilidades. Y es que, pese a su aparente perpetuación en la materia impresa o digital, su objetivo nunca está del todo claro. Hay una incertidumbre inherente en los ecos que las originan, en el alcance de sus ademanes, en lo cristalino de sus señas y en la naturaleza misma de su reverberación. Así pues, sólo nos queda encontrar su trascendencia en su propia fragilidad.

Mientras escribo, no me preocupa mi insistencia por rehacer o repetir el mismo gesto, tal y como llevo haciendo a lo largo de este libro, mientras esa reiteración lo transforme en una realidad mucho más simple que el lenguaje. Una realidad que simplemente sea. 

Intento llegar al punto en que me parezca que escribo de memoria, como si simplemente estuviera realizando una transcripción de algo que se ha apoderado completamente de mí. Una emoción que no es emoción sino vértigo. Un mal de alturas que me indica que me estoy moviendo en un elemento que no es el mío. Y es que la escritura no es mi disciplina natural, así como tampoco lo es la alucinación. Éstas son cosas que uno se provoca a sí mismo.

En todo caso, la escritura, como el arte o la imaginación en sí misma, no son sino una tecnología extraña al ser humano, un ser que parece haber sido diseñado para existir únicamente a ras del suelo y con la cabeza gacha. También pareciera que el uso de tal tecnología nos llevara a catástrofes las más de las veces, a una colisión vertiginosa y violenta contra las cumbres de alguna cordillera. Ya sabemos que en las alturas puede ocurrir cualquier cosa.

¿Pero cómo tenerle miedo a todo aquello que está más allá de nosotros mismos, si es precisamente todo esto que desconocemos, lo que somos?

No hay verdad que no sea vértigo.

No hay posibilidad que no sea una suerte de suicidio. Un abandono. Una renuncia.

No hay pensamiento que no sea un precipicio.

No hay emoción que no sea una evidencia.

No hay existencia que no sea lo mismo que cualquier otra.

No hay sufrimiento que no sea una vía de salida hacia cualquier otro lugar.

No hay amor que no sea una vuelta al origen.

No hay Dios que no sea en sí mismo mi objetivo a alcanzar.


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