viernes, 6 de mayo de 2016

Venían De Lejos

I

“Pongo las manos sobre la mesa, y se escuchan grandes sinfonías”
Juan Eduardo Cirlot

Una decisión afilada está tomando forma en cada una de nuestras acciones, pese a la nostalgia, pese a la nieve negra que cubre a diario los caminos. Ya no quedan más tesoros estériles por desenterrar, ninguna táctica funambulista con el poder y la apariencia de los actos mágicos, ningún paisaje distópico en el que regocijarse tras descorrer el ominoso velo de un supuesto y esperado Fin del Mundo. 

Tan sólo persiste la imaginación, el desdén por reinventar una nueva genealogía de hombres ebrios acostumbrados al vértigo y a la pesadilla. Extranjeros provenientes de ciudades construidas con niebla y sensaciones imposibles de alcanzar. Las turbinas, el cromo y las chimeneas junto con todos los demás instrumentos del delirio y la alucinación. Tan sólo persiste la capacidad de restaurar el mito en cada una de las farsas ordinarias, el valor de visualizar formas legendarias no sólo en el desorden de las estrellas sino en el caos de lo más inmediato, en el cúmulo de obviedades que componen el vacío de la vida diaria y las largas noches en que se sueña por soñar.

Cae la luz goteando sobre el cráneo, atravesando la mente, el alma y las entrañas con la constancia de un metrónomo maníaco, como marcando los tiempos de un ballet bello y macabro cuyo tema es el odio mal disimulado. Un cuerpo completo de mundos perdidos que se arremolinan en el espacio interior, entre los oídos. Una espiral de sonidos cayendo en picado, reverberando entre el hueso y los cartílagos con la sintaxis de la desesperación. 


La mente posee una acústica igual de perversa que la de una catedral. Pero tal vez sea esa perversidad lo que nos capacite para la escucha, para el audaz acto del reconocimiento, para el “ser capaces” de percibir todas esas voces arcangélicas que gimen en el objeto cotidiano y en cada gesto sin importancia. Me pregunto cuanta perversidad hace falta para escuchar la maravillosa sinfonía que agoniza en el insultante cúmulo de obviedades que componen el vacío de la vida diaria y que reverbera en las largas noches en que se sueña por soñar.



II

Hay pensamientos cuya belleza es tan inaudita que éstos se tornan imposibles de perpetuar. Simplemente recorren tu cuerpo como una onda expansiva, de pies a cabeza, para luego volver en sentido inverso y desaparecer bajo tierra con un espasmo último y fatal. El mundo entonces tiembla, se queja, parece resquebrajarse y comienza a expeler gases maravillosos por sus fisuras. Hay una tal urgencia en el aire que respiras, un aire tan cargado de inmortalidad, que estás apunto de estallar en mil imágenes heréticas e increíblemente sexuadas. El cuerpo se convierte en una bomba furtiva que combate a la muerte explotando desde sus propias entrañas, llenando las paredes de esta oscura habitación con carne, sangre y metafísica. Con vida. 

La imaginación es un monolito pulido y gigante que resplandece solitario en un mundo estéril, en un mundo de cráteres y arena roja. La realidad es un mero cúmulo de fenómenos que se desintegran a lo largo del tiempo, como cualquier otro orgasmo masturbatorio: intenso e irrelevante. Las fórmulas científicas poseen una moraleja inofensiva, dogmas que nacen muertos, preludios creados para un tren que ya está descarrilado. 

Y es justo aquí, por entre todas estas flores marchitas, que desciende Isthar, desde lo más alto del monolito. Un mito cubierto de líquenes y moluscos, cortando montañas con un hacha, nadando río abajo junto con las Ofelias. Tan amenazante como el respirar de los muertos. Hay una crisálida en su puño, una cuchilla abriendo nuevos paisajes de la emoción. Los ríos helados del pensamiento, las caléndulas, la flor del pantano, el naipe definitivo. 

Los miembros se endurecen. Los amores pasados serán amputados, así como se arranca una pierna gangrenada. La magia será tu bastón de ahora en adelante. Tu cabeza, luminosa como el Grial. Los estallidos de las manchas solares, la música maravillosa fluyendo de la bilis, el voltaje de los placeres y de la ficción, las lágrimas melancólicas del deleite irreverente. Ya no habrán más pobres, tan sólo los pobres de espíritu. Dejaremos de habitar en el tiempo, pues sólo es en éste donde se muere, y tomaremos las riberas de la luz, las arcas abarrotadas de sueños febriles. Abandonaremos toda esta aniquilación que tú confundes con la vida…



III

No es de la muerte sino de la plenitud de la vida de donde uno saca este sistema de imágenes terribles. Del amor y de su pérdida. Del humo de las hogueras y del viejo arrugado que las azuza. Sale de la lava, del aquelarre demoníaco que subyace en las sonrisas ingenuas de todos los amantes. De los labios partidos que sangran en el rostro del púgil vencido. Del viajero anónimo que recorre el mundo con una bola de cañón encadenada a sus pies. Sale de las nubes, de los pájaros, del viento y del agua hirviendo. Sale, ante todo, de este trozo de compasión incendiada que muere impresa en el papel que escribo. Y es mientras escribo, que escucho cómo susurras hechizos extraños en la misa negra de tu alma, allí donde tu soledad se confunde con la noche absoluta de mi mente. 

En tu mirada repica la campana de una aldea lejana, junto con los grillos, junto con la luz tímida de las luciérnagas, junto con el olor de esa vela recién consumida en la mesilla de noche. Se te cierran los ojos del cansancio mientras me cuentas historias y emociones que aseguras no están registradas en los libros. Las sombras chinescas del pasado se balancean hirientes tras tus pupilas, a la luz tenue y parpadeante de los recuerdos. Acabas por dormirte profundamente, sobre esa orilla lejana de arena escarlata, bañada por la marea que llega directamente desde África… y es justo aquí que yo grito, es justo ahora que te agarro de los hombros y te desgarro los músculos uno a uno. Es en este preciso momento que te tiro de los cabellos y te arrastro fuera de ese plácido lecho de autocompasión tan abyecta, estéril y soñadora. ¡No! ¡Me niego! ¡Me haces vomitar! escucha: ¡Me das pena! Salgamos de aquí. Elijamos un libro al azar y hagamos de él nuestra Biblia. Vayamos hacia el Sur, en dirección de la búsqueda. Hagámonos reyes de todo lo que alcancemos a imaginar. Vamos, aún hay universos que puedan ser habitados si tu enfermedad es auténtica. Demos un paso en falso más allá de los límites de la luz. ¡Vamos! ¡Venga! haz uso de esa imaginación crepuscular que tanto te caracteriza y caminemos por las profundidades. ¡Levanta! ¡apresúrate! ¡partamos cuanto antes! Al final de este día, cuando hayamos acabado con todo, cuando estemos completamente derrotados por cada uno de estos intentos fallidos… ¡me abrazarás!  iremos a dar de comer a los cisnes, a emborracharnos en algún portal. Es entonces, que al volver a casa, tu apartamento habrá desaparecido, descubrirás que tu barrio ha sido aniquilado, que el mundo que antes conocías estará reducido a cenizas, consumido por las llamas, arrasado con saña y desprecio. Tan sólo encontrarás mi sonrisa, y tras ella: un horizonte de Luz.



IV

Llegaron. Por fin llegaron. Ya están aquí, transfigurados salvajemente en una angustia henchida y deliciosa.  Escondidos en una fila interminable de caravanas coloreadas con malevolencia. Y es que han llegado. Han llegado exhibiendo la heráldica del cisne, las caries milagrosas, las lenguas con hedor a petróleo… el amor menguando en el pecho como la reliquia de alguna antigua alucinación. 

Han llegado. Han llegado con monedas acuñadas por lo infinito, metales desconocidos tintineando con audacia en sus bolsillos raídos, anunciando el trueque maldito y decisivo que está apunto de acontecer entre las huestes de la poesía. Llegaron. Llegaron con toda esa Tierra de Nadie que se extiende en el corazón de los niños. Llegaron con las agujas clavadas en toda esa literatura desvaída que habita en los ojos del viajero, ojos hundidos en los ritos del resplandor, ojos de una imaginación volcánica capaz de sepultar civilizaciones enteras bajo su lava ardiente. 

Llegaron. Llegaron con la noche del alma adherida a sus cuerdas vocales. Llegaron con canciones carcomidas por las termitas nocturnas, llegaron con miles de mundos oscuros guardados bajo llave en lo más profundo de un baúl. Llegaron. Llegaron con la determinación del ángel inquieto, subidos al pico más inaccesible del Everest de la mente, provocando con sus gemidos aludes masivos de una belleza incomprensible, desde el éxtasis, desde las alturas, desde el dolor…

Mañana la tierra estará cubierta de niebla, de vaho negruzco y pegajoso: el aliento mítico de ese mundo prehistórico que creímos extinto. Erigimos nuestras vidas sobre el lodo, sobre el hueso machacado de los cráneos que pertenecieron a un Yo pasado y ancestral. Unas vidas construidas sobre las vísceras subterráneas de la ciudad prohibida y esplendorosa, aquella que tan sólo llegamos a intuir durante el breve y agónico clímax de la masturbación. Una región placentera de nebulosas mitológicas que flotan esquivas, meciéndose en el cosmos con la lubricidad de una sensualidad infecciosa. Erotismo espiritual apuñalado por la espalda, desangrándose a la deriva, de galaxia en galaxia, hasta colisionar con cualquier astro, hasta ser desintegrado por el olvido universal: la simiente no dará vida. No dará vida, pues ellos han llegado.

Y pese a todo, un pensamiento tierno y efímero resplandece. Una visión jadeante, demasiado grande, demasiado eterna, demasiado envuelta y enroscada en lo ininteligible. Un pergamino de piel humana lleno de inscripciones y embrujos. Signos de otros mundos escritos al ritmo de un cuchillo enfurecido, al ritmo de una fornicación incestuosa, al ritmo de un microcosmos bestial y sanguinolento, una microrrealidad que no hace otra cosa más que emular dolorosamente al inabarcable Universo de lo Maravilloso.

Pero han sido ellos. Han sido ellos los que han irrumpido en la carne, en el semen, en los jardines viscerales. Han sido ellos los que han traído este libro envuelto en un hedor contagioso, los que han tendido este breviario de esquinas envenenadas, que pasará de mano en mano por la hermosa multitud, asesinando de forma invisible, avanzando sin hazañas, deshaciendo tripas sin ningún tipo de gloria. Pero ante todo: ejecutando crímenes sin que haya jamás ningún culpable, pues mañana la lluvia lo habrá borrado todo.



V

Estamos aquí aguantando un último aliento, alineados con los arrecifes y la música lunar. Una tensión insostenible en el alma, en los rasgos, en el lenguaje que utilizamos para escribir nuestras vidas sobre la nieve. Palabras adormecidas, esgrimidas a ciegas con un bisturí y miles de rostros enmascarados. Un demonio tras otro. Una muerte tras otra. Un juego de espejos con un mismo ahorcado balanceándose en la oscuridad. Cuanto más ahondas en tu corazón más te encuentras con ese mundo atorado, ese paisaje mineral con síntomas de deterioro, esa coordenada emocional que los mapas han descuidado. Y un poco más adentro, alcanzas incluso a vislumbrar el Gólgota, totalmente nevado. Un matadero rarificado por la presencia divina y por esa calma amniótica que reverbera en toda tumba uterina. Son reminiscencias. El espectro de una cita sagrada que me obsesiona. Los puntos de sutura de una herida abierta hacia el vacío.

Hay un duelo interminable en todos estos gestos, como si cada una de nuestras acciones estuvieran determinadas por un espíritu anónimo y soñador. Una sustancia desconocida que gime a través de las decisiones. O tal vez sea simplemente la intrusión del círculo lunar: hay tantas grietas en el acero de nuestra mente que las luces astrales se introducen con una facilidad pasmosa. Es allí donde el anonimato resplandece tras el fino mito de la personalidad. Es allí donde el Yo convalece en carne viva, tras un accidente de avión emocional o una colisión de verdades. La tibia luz de mi pensamiento apenas alcanza a encontrar las palabras precisas. Hay una total imposibilidad para la descripción. Y pese a ello, todo esto existe. Todo esto existe demasiado.



VI

Es hiriente el contemplar a la noche moviéndose en una dirección y al mar en otra. Los últimos trenes se lanzan a los senderos invernales por unos raíles inacabados, como si la profundidad de los bosques tuviera una salida al otro lado. La indefinición del paisaje es el precipicio por donde éstos acabarán cayendo, desde la velocidad media de las emociones. Todas las ideas eternas, todos los falsos amaneceres que ves naciendo constantemente en cada horizonte. 

Cuesta deletrear los fragmentos de una vida cuando ésta ha sido imaginada como una esfera perfecta que se resquebraja. ¿Cómo ser el espectador de uno mismo sin acabar perdiendo la noción del espacio que te separa de ese mundo que se pudre ahí fuera? La visión del Yo se desdobla indefinidamente hasta precipitarse por los acantilados. Es entonces cuando sufres la visita de un cadáver, y éste te señala como si estuvieras hecho de un cristal carnoso, pero de una carnosidad fina y translúcida. Su dedo ignora todos los castillos de arena que tu personalidad ha construido y penetra directamente en el dolor. Escuchas cómo su boca cuenta hasta tres en sentido inverso y sientes la aguja hipodérmica por donde fluye penosamente todo lo vivido. Es tras esta letanía funeraria que se escucha un trueno desde la profundidad más íntima de los bosques.

Sobre la colina hay un jardín nocturno y maravilloso, escondido por una cortina de lluvia que traspasas diariamente. Pero nunca sucede nada. A diario consigues arrastrar alguna flor obscena desde ese mundo subterráneo, pero no encuentras ningún significado en los secretos hieráticos de sus aromas. Maravillas sempiternas que se despegan como las pestañas postizas de un rostro desenfocado. 

Las garras y el silencio de una bestia opalescente se clavan entonces en tu piel, como introduciendo un injerto punzante y banal entre las arterias. De nuevo la aguja hipodérmica, esta vez extrayendo el veneno de la realidad en sí a la vez que inyecta dolorosamente las fantasías con las que se construyen todas las biografías moribundas. 

Una figura transparente y femenina se acerca a mí con una serie de silenciosas explosiones. Me tiende un puñado de semillas luminiscentes en la palma de su mano. Brotan flores de plástico sobre el papel. El aroma que desprenden es de una imaginación lacerante, como el humo de un incendio masivo en la oscuridad. Me convierto en una colmena acuosa de recuerdos de los que no consigo arrancarme. Escupo indignado sobre el espejo y me siento en mi viejo escritorio para escribir estos párrafos que acaban ustedes de leer.



VII

No he sido un ángel. Me digo. 

Puedo oír las ruedas de los trenes girando pesadamente en mi cabeza mientras escribo esto. Los trenes con los que siempre finjo volver a casa, a un hogar imaginario: no he sido un ángel, me digo. Soy como una chimenea cargada de cenizas. Un vestíbulo repleto de baúles. Soy todas aquellas cosas que evocan los espacios que definen un hogar extraño. El grabado de un paisaje ante-diluviano colgado en las paredes. Un rectángulo desértico ardiendo en medio del césped del jardín. El niño que ojea un libro recién encontrado en esa habitación cerrada bajo llave: el testamento de los pájaros. 

Mirar por esa cerradura oxidada que te separa de tu propia alma es como observar de cerca por el caño aceitado de un revólver. Una zona de presión emocional con fluctuaciones sensacionales: contemplo el peligro con una pose excesivamente epicúrea, me digo. Cuando no haya nada más para llenar el espacio entre mi corazón y la estrella más cercana, dejaré todo esto, escribiendo un nombre de mujer con tinta roja en el papel secante… ah, ya, estás muy bromista. Me digo. 

En el espejo, mis ojos parecen arder. Los recuerdos corriendo hacia mí en la música… ¡malditos los oídos! Recuerdo cómo se agrietaban tus pupilas blancas mientras decías las palabras secretas (su falta de vida era tal que parodiaban la mía). Tras tus ojos, unas manos esqueléticas se agitaban nerviosamente, como arañando los cristales de una casa cerrada herméticamente e invadida por el humo. 

Hay algo que me atrae hacia el desastre como empujado por el viento. Pertenezco al mundo de las tumbas, al libro de estampas, al mazo de barajas, etc. 

Busco el Logos en los libros de oceanografía, pero sólo encuentro citas bíblicas y vacías al traspasar las hojas con la mirada. Mi amargura no es fingida, aunque extraiga flores hermosas de cada punzada. Pero por fin ha surgido la bestia metafísica tras estas excavaciones. 

Mañana regresaré al hogar en el tren de medianoche, me digo. No, no hay trenes. No hay regresos. No hay hogares. He abandonado todos esos hechizos y amuletos infantiles con los que trataba de encontrar un lugar dentro de este mundo. El mundo, desde luego, no es el hogar… ah, ya, estás muy bromista. Me digo. 



VIII

Voces. Voces que vienen de lejos. Voces que vienen desde las entrañas, desde las vísceras de la mente. Voces que se acercan sigilosamente, abordándome con un cuchillo entre los dientes. Cabalgando sobre esos jamelgos negros de tinta medieval que el tiempo ha estampado en el papel sedoso de mi alma. Una imagen dureriana cruzando las Pléyades de mi ser, avanzando desde los lugares más inhóspitos del corazón con los extraños movimientos sordos de la vegetación submarina.

Finalmente, el velo blanco y sedoso es traspasado, rasgado por la daga fulgurante del preso ruso: el condenado a muerte. Los bordes lacerados se abren hacia un paisaje resplandeciente por el que revolotean los malos presagios, a lo largo del dolor, como golondrinas en celo. Es posible que allí me encuentres a medianoche, los días de lluvia, con la sonrisa torcida del canalla. El Yo que actúa en los sueños. El Yo que se saca los ojos de vidrio cada noche ofreciéndomelos en señal de venganza.

Los transatlánticos parten en la noche del corazón, tomando direcciones extrañas que se dirigen hacia un mismo lugar. Nada pueden hacer las golondrinas sin que éstas estallen en lágrimas al llegar a los confines de tu cuerpo. Estoy en las garras de un águila nocturna, como un juguete destripado cuyas piezas caen silenciosas en el mar. Compruebo la ubicuidad de Dios en el vaivén de las olas. Los peces exhalan su aliento de aire polar sobre mi piel como una emanación fantástica. El cielo es una lírica de estrellas. Hasta las palabras más hirientes se convierten en vapor. Las constelaciones parecen estar esgrimidas como por un acto de revelación. 

Sueño con el Mediterráneo de tu cuerpo, con la frase absoluta que defina tu ser indefinible. Mi boca pende sobre el papel, en suspenso, y un hilo de saliva cae dibujando las palabras que jamás antes me he atrevido a decir. Encontraré el cero fantástico con el que reducir los términos de la vida y así ser feliz en la total desintegración del orgullo, sin miedo a convertirme en un insecto. Coseré las taras de esta locura sangrante, a ciegas, en la oscuridad de las emociones. Avanzaremos hacia el paraíso. Haremos el último jaque mate a nuestras almas. Regresaremos a lo más íntimo de nuestro hogar para, finalmente, prenderle fuego. 


IX

Un último asalto a las Escrituras y a los libros de oraciones ha dejado los campos espirituales llenos de cuerpos moribundos. Los rasgos de esa cara pálida e infantil con la que observas la vida ocultan una serie de significados destructivos, como si éstos estuvieran cargados de explosivos apunto de detonar. Vives colonizando la oscuridad, transformándola en una réplica de tu propio país emocional. A veces pienso que serías capaz de despellejar a un unicornio vivo mientras mantienes una conversación con exquisitos modales. Perdiste todos los peones de ese juego filosófico al que juegas y que acabará terminando contigo. El embrión maravilloso que había nacido en tu pensamiento se ha convertido en ese niño apoyado en la esquina y que fuma tabaco negro mientras observa a la multitud con ganas de estrenar su nueva navaja automática. 

Encontrarás en mí todos estos síntomas, al otro lado del telescopio prodigioso. Encontrarás una cuidadosa enumeración de mis limitaciones, a las olas arrastrando mis pensamientos al lugar submarino donde yacen los pecios umbríos, junto al resto de mis sueños. Te convertirás en un síntoma más de mi mundo blanco de juegos infinitos. Más tarde o más temprano acabarás sufriendo el largo tajo de la cuchilla oxidada que fueron mis revelaciones. Aunque tal vez siga existiendo la posibilidad de que, si me tratas con la suficiente cautela, te conviertas en ese embrión maravilloso que una vez hubo nacido en mi pensamiento. Un mundo de posibilidades infinitas. 



X

Escribo concentrado en la inmediatez del poema, en la muerte lenta de su temática. Estoy continuamente obligado a detenerme y maravillarme ante la incongruencia de sus ideales. El idealismo más ruinoso que cualquiera de los que haya conocido hasta ahora. 

Éste es un poema herido de bala. Un poema arrojado al río bajo la luz de la luna. Un poema que se hunde bajo las miradas inertes de los fantasmas del bosque. La intención de sus palabras se enreda de manos y pies en las algas del fondo fluvial. No será hasta el instante de su muerte clínica que un último aliento se desprenda y ruede río abajo hacia mar abierto. Tal vez allí sea escuchado por las sirenas o sus significados resuenen en el cráneo de algún monstruo marino o cualquier otro depredador famélico. Tal vez esa haya sido su intención oculta desde el principio. El trauma de lo ideal. 

Examino mis libros desordenadamente o camino por las calles heladas sacudido por un cúmulo de obsesiones. Me despierto por las noches encontrándome con una esfinge de luces y sombras, aún consciente de las estatuas enigmáticas que resplandecen en la oscuridad del jardín. Mi infancia me visita de nuevo en mis sueños. Es en este estado de cosas que llego a alcanzar conclusiones hermosas: veo a la muerte sufriendo una erección ante la visión de un mundo de muertos enterrando a los vivos. Veo a las flores vertiginosas resplandeciendo tras las cortinas del sexo, a los pedos adquiriendo formas monstruosas bajo el edredón. Veo a mis propios sentimientos, tan remotos como las estrellas que parpadean tras las montañas. Veo mundos enteros precipitándose en el anonimato de la ciencia. Veo una lluvia de coral cayendo a pedradas sobre la Samarcanda de mi alma. Veo a un auditorio completo aplaudiendo a su propio reverso mientras éste cuenta chistes sociales en el escenario. Poseen tanta fe en el humor zafio que serían capaces de comerse su propia mierda. En el principio fue el Verbo, y el Verbo fue el auditorio, y el auditorio fueron las mentes más estúpidas jamás creadas. Si fuera lo bastante vikingo como para poseer una espada, no dudaría en usarla contra todos ellos. Crearía un festival maravilloso de cabezas rodantes. 

Busco una señal que arda a través de mis acciones. Busco al huésped definitivo, a uno cuyas palabras sean las únicas capaces de traspasar mi cráneo y saturarlo de belleza. Busco renacer de esa muerte que se sufre al nacer. Busco el gesto más hiriente que tu mirada sea capaz de infligir y transformarlo en flores de azucena. Tal vez, de esa manera, un día conseguiré que me ames. 



XI

Las palabras nos causan tajos litúrgicos, como tantas otras navajas. En todo caso, la mitología suburbana comienza a aburrirme, así como la banalidad ruidosa y ostentosa de las perversiones. Falso… falso, falso. Si tuviera la fuerza de voluntad suficiente para volverme loco, sería magnífico. Pero ya estoy cansado de teorías. 

Soy culpable, soy responsable de mi propia fatiga. Me desangro lentamente mientras observo la destrucción de este mundo. Recorro miles de kilómetros de aburrimiento a través del desierto, turnándome al volante con los espectros. ¿He mencionado alguna vez lo maravilloso que es el desierto? En esos parajes áridos y estériles jamás me siento estrangulado por los seres humanos que estoy obligado a encontrarme. Allí en cambio sufro accesos de afecto por todo lo que está ausente. Únicamente allí. 

Acabo por enamorarme de las sensuales y sutiles curvas de las dunas. Su presencia femenina me observa con las pestañas despeinadas, los glóbulos oculares cubiertos de escarcha, los labios sangrantes y entreabiertos… hay tan pocas cosas que existan. Estoy enamorado de todo lo ausente, de todo lo que jamás llegará a Ser. 

Es únicamente en el desierto donde alcanzo a caminar todos los días, sonámbulo, sobre los campos nevados de la imaginación. Duermo cada noche en los salvajes jardines renacentistas de tu existencia. Los entornos desdibujados de las emociones son tan peligrosos que siempre guardo un revólver bajo la almohada. Saco filo a mis palabras mientras observo furtivamente ese horizonte que pretendo destruir. La línea de fatiga que nos separa. Esos límites velados por el aire ardiente y dilatado, allí donde desfilan las maravillas cotidianas que jamás conseguiré alcanzar.  



XII

Bajo las carnes de mi lenguaje hay un esqueleto de hielo que se derrite lentamente. Es la cadencia incomprensible de las pausas silenciosas. Es el pensar de tu cuerpo, allí donde tropiezo con las caras melancólicas que sobresalen cada noche por entre las flores eróticas de su superficie. Muero diseccionado por las sílabas de tus músculos y tendones, succionado por los vacíos rellenos de tu personalidad espiral. 

En otros tiempos hubiera agitado a las masas contra una muerte segura. Hubiese sido como un faraón egipcio, ordenando ejecuciones salvajes mientras entono himnos dulces con las palmas hacia abajo. En otros tiempos te hubiera ofrecido una rosa negra y profética. Tal vez incluso hubiese cometido algún suicidio irreverente del que renacer convertido en pájaro. Pero ya es tarde para mí. Me he cansado de esos gestos obscenos. Ahora soy poseedor de un Amor en el que nadie forma parte alguna. Soy poseedor de una náusea deliciosa, de una emoción que flota en un lago resplandeciente, rodeado por orillas de arena negra. Cambié de dirección. Me muevo hacia las promesas de la Ausencia, como un deslizamiento de tierra, como los movimientos ruidosos y dolorosos del vientre. Mudo hacia un país desconocido.

He terminado de un bandazo con la mística del cuerpo y del espíritu. Sus palabras se desploman en el mismo instante en que son pronunciadas, como si éstas fueran un niño mesiánico que ha nacido literalmente muerto. Nada tengo ya en común con el resto, más que los condicionantes irreparables del lenguaje. Trato de expresarlo no como una persona, sino como parte del mundo. Del mundo que estoy creando para ti. Morirás sobre una rígida cama de hotel, formando así parte de este vocabulario moribundo. Te comerán las chinches y los piojos hasta que te conviertas en pura poesía: te convertirás en una literatura demasiado similar a esa fila de zapatitos de ballet que guardas bajo tu cama, esos que tienen una cuchilla de afeitar oculta en su interior. Es entonces que brillaré como nunca. Es entonces que seré el holgazán más elegante de los cinco continentes. Es entonces que seré partícipe de esta muerte europea, aún tan incomprensible para ninguno de nosotros. 

Es entonces que te descubriré, allí, donde todos los lenguajes se juntan en una sola explosión solar.



XIII

Hemos visto la enfermedad moderna transmitirse de pantalla en pantalla. Virus pixelados reproduciéndose a través de la mirada parpadeante. La dispersión de la mente, conversaciones huecas y desenfocadas. Si Dios no aparece es porque ha dejado al mundo en cuarentena. Enfermos conectados en una red moribunda que se hace pasar por Vida. Ahora sé que éste es un poema que sobrevuela un escenario desolado, como un cometa invernal, visible desde tierra durante tan sólo unos segundos.

Resbalo por los bordes de las trivialidades cotidianas, como un espectro, observándolas perplejo aun manteniéndome relativamente aparte. Hay cosas tales sobre las que escribiría si estuviera menos cansado. La personalidad de las cosas externas. Ni siquiera los intentos más sofisticados de perversión escapan a lo convencional. Un chapoteo en las profundidades de la superficie más banal. Una banalidad para mí tan real que se ha convertido en carne. En una tentación a la que destripar desde dentro. Convertiría ese mundo en un matadero.  

Con todo, la temática de este poema es esa caja vacía donde se guarda tan celosamente la suma total del conocimiento. Ábrela y no conseguirás ver absoluta-mente Nada. Obtendrás ese Absoluto del que jamás tendrás garantías, lo escribas en un libro, lo escribas en una carta. Es así como disfrutarás los deleites de la iluminación. Es así, justo así. Presta atención al cebo que te tiendo. Ven. 

No tengo miedo de la vieja heráldica de esta nueva dimensión que he empezado a habitar, me he entregado a ella por completo. He descubierto un apeadero hacia Thule, la última Thule. Una tierra de luz polarizada donde todo es demencia y linterna. Quizá algún día vuelva, pero siempre encontraré esa sombra a mi lado. 

- A propósito ¿Cuándo dijiste que te ibas?
- Mañana mismo. Mañana mismo acudiré a mis memorias inventadas, memorias implantadas en mi cerebro por mí mismo como un ejercicio de tanteo. La meta siempre estará lejos, en el desierto, en el recuerdo de tu negra figura sentada de piernas cruzadas sobre el capó de un coche, por la noche, cuando la tormenta de arena, cuando el Haboob. Tu luz era casi invisible, como velas fulgurando bajo la piel, exponiendo tu hermosa belleza suburbial. Resplandecías temblorosa, bajo la constelación, tu constelación, la constelación de Orión. En mi mano un puñado de plumas, el que me ofreciste para hacerme ver que algún día podría volar. Tus palabras siempre tan proféticas. En nuestras manos el mismo rifle, el rifle con el que apuntábamos a toda fuerza que se opusiera a lo Maravilloso. Pero siempre acaba llegando la nieve, esa nieve cruel, esa nieve que cae sigilosa, sepultando para siempre todo lo vivido.




XIV

Llegaron. Llegaron las sombras deslizantes, murmurando, aguerridas a lo incierto. Dañinas, como un fenómeno atmosférico que anuncia su inminencia en los huesos: un bosque de dolor con caminos ocultos y serpenteantes que siempre te traen de vuelta. Un amor crudo de ojos vítreos que te miran a través del humo. Pero sobre todo, el silencio, esa última estación donde despiertas desorientado, aún borracho, en cualquier lugar de las afueras. Más allá de las fronteras quebradizas de todo lo que habías creído sentir. La hormiga que camina por tu piel seca: ahí está el recuerdo, la última caricia que derritió el mundo, las horas que importaban, las risas infantiles perfumadas con un constante amanecer. ¿Cómo pudiste olvidarlo? No sería justo comenzar todo de nuevo, revivir a Lázaro sólo para comunicarle que va a morir de nuevo.

Es así que llegaron. Los he visto llegar desde mi ventana, cabalgando sobre la nieve recién caída, como lunáticos sin rumbo, con sus tics maniáticos, los dientes de oro, las cicatrices palpitantes, los pies amputados por la undécima esencia de la muerte. 

¿A quién estás agradecido por tu visión? No podría decir si esto es una carta de amor o un informe sobre la meteorología nocturna de los bosques. Sólo se que transmites la muerte en ese aliento de muchacho alado y dulce que sólo se levanta de la cama para orinar o para mirar melancólico por la ventana. Agitas un largo etcétera de vaguedades hasta que te das cuenta que ellos ya están aquí. Que han traído el mundo que recordabas despedazado entre sus manos. Que ya no tienes miedo de los resortes invisibles que te traen de vuelta al mismo lugar sombrío una y otra vez. ¿Por qué emborronas entonces todos los paisajes que imaginas con accidentes? ¿Por qué esos carteles de neón iluminando de verde y fucsia la soledad de unos cuantos cuartos vacíos? ¿por qué en medio de todo ello siempre dibujas un corazón levitante que resplandece entre las llamas, como si éstas fueran el regocijo de una extraña magia o de una fe inquietante que se reafirma constantemente en todo lo maravilloso? 

A veces me gustaría ser un hombre medieval y tener clara mi convivencia con el horror. Mostrar la espada antigua y hundirla en un volcán. Beber la lava subterránea y vomitar sus maravillas. A veces, en cambio, tan sólo querría olvidar, dormir, o simplemente ser enterrado vivo en el sentimiento residual de algún mito de mi infancia. No volver jamás. O volver siempre, volver demasiadas veces. Pero nada de eso importa porque ellos ya han llegado. Han llamado a mi puerta. Tamborilean sus himnos raquíticos con sus dedos de muerte sobre las ventanas rotas. Me han traído la confusión cálida del viento de Levante que se cuela por los umbrales dolorosos de todo lo que en otros tiempos habría sido habitual. Las babas de sus bocas desdentadas se adhieren a los límites erógenos que definían tu sonrisa. Ésa tan lejana, tan vertiginosa, tan evocadora en su nada… tan como caída de un acantilado y despedazada a mis pies, sin emitir sonido alguno. 




XV

Escucha a tus ojos, preñados de sinfonías, sobrecargados de cosas por decir. Deja caer las lágrimas por ese rostro tuyo de vocabularios evocativos. Escapa de esa Constantinopla que te aprisiona. Escapa con los pies desnudos, caminando por entre la estatuaria quebrada de tu alma. Deja entrechocar esos brazaletes turcos tan tuyos que adornan tus brazos… sonríeme con una sonrisa egipcia…

El sol reluce en tu lengua, en su reflejo alcanzo a ver los prados de asfódelos y todas las demás regiones del inframundo griego. Son cosas que tal vez debiera callarme y mascar con la plata de mis dientes. Tu voz femenina despierta curiosas reacciones. El cuchillo hiende sus conclusiones en la carne, atravesando cartílagos y hueso, cercenando los nervios del pubis, la fibra de las vísceras… es ahora que debería mencionar el frío del Ártico, sin dar más explicaciones, sin poner ningún tipo de énfasis.

Esto es tan sólo un trozo de libro que jamás podrá asegurarte que seremos recordados. Cosas como pegar cuatro tiros en la cabeza de una adolescente otorga más credibilidad en la obscena memoria de este mundo estúpido. Encendamos una vela y comencemos a tocar el piano con las manos ensangrentadas. Escucha esta melodía maniática y ultramarina que te ofrezco. Durmamos junto al fuego, hagamos el amor y consumemos nuestro odio común por el mundo. Ese será nuestro secreto, esa será nuestra belleza, la cual sólo descubrirán cuando abran la caja negra, tras el accidente.

No hay elementos de los que ser liberados en el momento final. Tan sólo persisten los organismos microscópicos de nuestra saliva, reproduciéndose en el corazón tras el beso. Los peces invisibles recorriendo la geometría del amor. El exotismo en la mirada de las ballenas que aspiran a tragarnos. Las balas fantasmagóricas cruzando nuestros vientres, sin destino alguno. 

El crepúsculo está tan sólo a cien brazas de nosotros. Te aseguro que más allá verás fenómenos maravillosos: el humo azul creando formas perfectas bajo el agua, realidades filosóficas transfiguradas en sirenas que te acosan, seres mitológicos de dudosa moral nadando siempre a contracorriente. Verás al lodo convertirse en objetos perversos a los que no podrás evitar amar. Encontrarás flores crueles enredándose en esa poesía que todo hombre bien vestido ha leído: éste es un lugar al que tan sólo se accede a través del suicidio, del desengaño amoroso, del abandono de esa arquitectura de gelatina con la que has construido tus percepciones, tus certezas, incluso tus incertidumbres.

Experimentemos la pérdida de la personalidad, aquí, sentados en este invernadero tóxico, embadurnados de cosméticos y un ansia grotesca. Crucemos las constelaciones de un nuevo universo, de galaxia en galaxia, hasta convertirnos en una supernova extravagante, en un desastre astral cuya luz tarde una eternidad entera en ser vislumbrada por este mundo estúpido, si acaso esto último nos importe… ¿No sientes ya la velocidad? ¿No sientes cómo nos estamos alejando? Recoge todas tus cosas, trágatelas y defécalas delante de tus dioses. Cógeme de la mano. Vámonos. 


Escribo esto porque es mi única manera de encarar el caos, tal es el dedo que meto en la llaga de éste mi monólogo. En la ingenua cuestión del ser o no ser, me he decantado por mí mismo, por el arte de invocar a ese millón de tús que persisten en la materia. No he tenido más remedio que adentrarme en el magma ardiente de las cosas. En este enorme Ahora. Una vez que tenga todo esto resuelto desapareceré completamente. Sí, la tan celebrada conclusión del Otoño. Y es entonces, que en los espacios vacíos que habrá dejado esa ausencia (todas las ausencias), si cierras bien los ojos, descubrirás a Dios. 




XVI

El bien y el mal se dan caza a través de nuestras vidas, indistinguibles la mayoría de las veces, revestidos de lágrimas y ansiedad, untados de esa relatividad tan pretenciosa con la que nos engañamos. Somos totalmente conscientes de todas nuestras opciones y aun así nos preguntamos cómo ha ocurrido todo esto. La carne se pudre, y nuestras mentes con ella, pues ambas cosas resultan también indistinguibles en el rosado y macilento fin del día. Una unidad ineludible. Inseparable.

Somos leprosos que presumen de buena salud. Un espejismo ostentoso que ondula en este falso horizonte, espectros levitando en el aire ardiente y dilatado de un desierto olvidado: esa febril alucinación destinada a desvanecerse en la nitidez fatal de la cercanía, cuando ya es siempre tarde para volver atrás. Somos las sombras chinescas y vacilantes de un objeto inanimado al que un sol incógnito alcanza a iluminar, sin lógica, sin lógica alguna. No se cansen de mí ni de esta imagen recurrente, todas esas sombras que la llama oscilante provoca… parecen siempre tan vivas, sin realmente estarlo, sin siquiera atentar a serlo. Es ahora que éstas me hacen pensar en otra imagen recurrente: nieve. Pero nieve cayendo sobre una superficie rocosa y ardiente, sobrecargada de consciencia. Un futuro cúmulo de vapor que mañana atravesarán los pájaros. 

Tal vez ésta sea sólo una muerte menor. Una oportunidad cuyas esquinas están roídas por los ratones. Una lágrima medieval que cae de un gran ojo y que se desintegra contra el suelo en forma de torturas placenteras. Unos dirían, placer al fin y al cabo. Otros, tortura a fin de cuentas. ¿Acaso no escuchas el sonido agorero de la carcoma? Me refiero a ese enorme viento que te hace llorar por las noches. ¿De verdad que no sientes ese misterio completo estrangulando tu garganta, aislando tus delicados pulmones del aire infecto de ese tan dudoso mundo exterior? Me refiero a la música que entonan los espectros que danzan en tu mente, a la danza mágica oculta tras el baile aparente. Me refiero a los estrechos límites que separan al horror absoluto de todo lo maravilloso. Me refiero a ese anhelo hiriente e ilimitado y del temor que éste te infunde. Me refiero a las extrañas luces que rodean tu jardín a medianoche, cuando aún no te has dormido.   

Aun con todo, existe la remota posibilidad del llamado Dios menor. No me pregunten cómo. No me pregunten por qué. Es esa luz moribunda que aún brilla sobre el promontorio griego y que aún forma parte de todos nosotros. Es esa eterna muerte de Europa, que no conoce fin ni nacimiento. La antigua espada clavada en la roca y que siempre está apunto de ser liberada sin jamás llegar a estarlo. Esa historia mitológica que no hace falta ser escrita ni contada para que persista fulgurando en la dolorosa sucesión de nuestra existencia. Es como una extraña enfermedad creciendo desde las entrañas. La deidad mutilada que la lógica no tan oculta de estas palabras pretende exhibir. La ceguera portentosa que no conoce los límites exigidos por la física ni por ningún otro tipo de dogma. Me siento completamente acuchillado por estas posibilidades invisibles. No hay estatuas de sal mirando hacia atrás en mi camino pues aquí todas las direcciones son hacia adelante. Sólo hay cadáveres putrefactos arrojados tras la cuneta, pero hoy por hoy no están ni la mitad de muertos que todos nosotros. No volveré a evocar ninguno de esos recuerdos que me oprimen cuando empiezo a escribirlos. Tiras de imágenes y sonidos encadenados al hueso, como un tejido doliente del que no te puedes desprender a menos que elijas la muerte.

Florece una nueva estación en mi mente, distinta a esas otras cuatro que tanto condicionan nuestras vidas. Los gansos silvestres atraviesan el halo de la luna mientras el arquero invisible de la consciencia arma su brazo hacia lo maravilloso. La flecha sale disparada, tensa y certera. Es justo cuando da en el blanco que tú despiertas a mi lado, tan pálida y abatida por la mañana. Tan ancestral, como las efigies, querida cariátide de mi mente. Sé que eres un símbolo que jamás he llegado a comprender, pero ahora yaces a mi lado transfigurado en un cuerpo desnudo y femenino, sollozando, pidiendo un salto increíble en mi imaginación mientras me miras con ojos vacíos. Es aquí que desfallezco. Es aquí que me doy cuenta que no somos más que tumbas abiertas al cielo y al extraño lenguaje de las constelaciones. Es aquí que todas las antiguas vidas sepultadas bajo la lava y la ceniza de Pompeya renacen en mí con suaves explosiones, junto con todas las voces agónicas que subyacen bajo el Panteón. Es entonces que el viento entra por mi ventana, a través de las cortinas raídas, procedente de todas las civilizaciones que esperan sepultadas, decenas de metros bajo el suelo, bajo todos los océanos, llenando mi habitación con los aromas plenos y evocadores del moho y del mito. Mi aliento es ahora el de un leproso al que se le caen poco a poco los trozos de carne podrida, desperdigándolos a lo largo del camino, dejando paso al ser que está naciendo bajo los tejidos infecciosos. Es al final de este trayecto, al borde del acantilado, que me habré convertido en un caballo alado, en un titán melancólico y vengativo, en un monstruo del Hades que está dispuesto a saltar.



XVII

A través del cristal alcanzo a ver ese mundo por el que una humanidad entera ha pasado como si fuera humo. Tan sólo el cielo conserva su color inamovible: ese negro inmenso e inerte que se extiende tras la atmósfera. En lo más intrínseco del paisaje subyace un ser inanimado. Todos lo miran. La invisibilidad de la diosa posee la facultad oculta de atraer las miradas. De ahí su belleza. De ahí el horror de su imposibilidad. Impasible también. La naturaleza siempre tan impasible. 

Tras los requisitos dolorosos de esta existencia hay un viaje desnudo. Un tránsito triste que se diluye en la noche oscura que brilla tras la niebla. Es un anochecer idéntico a cualquier otro anochecer. Igual de monótono. Igual de importante. Está el ajetreo, el equipaje, los diversos pueblos, el aire estancado de las ciudades, las opiniones, el ruido insignificante…

Y a este lado del cristal, a través del halo de polvo del salón, vislumbro las señales de un nuevo caos. Veo el retrato de mi rostro brillando tenuemente en el reflejo roto de todos los espejos de la casa. Lo observo con la fascinación que provoca una fotografía antigua de uno mismo en la cual tu propia presencia se ha borrado. Recuerdo todo lo que había en ella: una ternura mística ocurriendo como un acontecimiento incendiado y remoto, llamaradas sensuales en el nombre de Dios. Pensamientos y visiones poco habituales que jamás llegaré a conciliar con el mundo, pese a mis intentos. 

Aún sigo creyendo confusamente en Dios. No tanto en los dogmas, aunque siga siendo consciente de que esos pequeños e inocentes engaños nos son necesarios para acariciar cierto reflejo de una certeza. Tal como lo hace una palabra con su objeto. Tal como lo hace la farsa del lenguaje con su motivo. Pero no se sonrían, hablo también de esos otros pequeños e inocentes engaños con los que se rechaza lo religioso, igual de dogmáticos, igual de absolutos. La fe en lo relativo no deja de ser otra verdad absoluta, igual de engañosa, incluso más doctrinaria y grotesca si cabe. Eso he aprendido.

Busco verdades ocultas en las sombras de una habitación alquilada. Trabajo bajo la supervisión de un hombre de niebla. La luz oscura y ultra-terrena de sus pupilas se desparrama por las paredes desconchadas, como si su visión fuera el síntoma de una enfermedad espiritual. Su mirada se para y señala. Esto es lo que encuentro, la verdad que poseo, una mariposa enferma rodeada de escarcha. Es entonces que el hombre de niebla deja de ser hombre y se adentra en los bosques, ataviado únicamente con su condición de nebulosa, por entre los pinos y las bestias, por entre los búhos y las meigas, transformando las rocas y el musgo en piedras preciosas, en residuos emocionales íntimamente cristalizados. En la distancia, los trenes desaparecen dentro de su propio humo, dejando tras de sí un ruido discordante, una especie de trueno repitiéndose en la habitación contigua. 

Me relajo, trato de tocar a Bach al piano, pero de cada nota resulta ese mismo sonido, el mismo estruendo, el mismo trueno anunciando la tormenta, una y otra vez, tronando en un complejo contrapunto. El de mi pensamiento. Con todo ello sólo intento contemplar el verdadero color de las entrañas. Descubrir si existe algún órgano cuya función sea la compasión. 

El espacio que habita mi cuerpo se ha convertido en un silencio espeso de emociones, con un olor a podredumbre vegetal y un algo de paz mineral. Todo ello iluminado vagamente por la luna. Pienso en un menhir resplandeciendo en la noche y creo haber acertado. Es ahora que veo claro que no existimos: esas estatuas grotescas que los hombres llaman hombres.

La suave métrica de esta nada golpea todos los rincones de la existencia. Es todo fantasía. Aunque tal vez todo esto sea mi manera de decir que estoy solo. Una vida de espejos hacia adentro. Alzo la vista y encuentro a toda la noche reunida sobre mi cabeza. Observo con gravedad la vida que llevo, repitiendo los mismos patrones oscuros ad infinitum. Una eterna reiteración de la vida que he elegido. Me he convertido en un estilo.

Pero seré prudente. Creeré en la idea del amor simplemente para hacer tolerable el paso de los días. Como hace toda esa gente tan decente. Me lo tomaré como una especie de simpatía vitalicia. Intentaré sentir emociones que no se puedan expresar con más de una sílaba. Éste será mi compromiso con la mentira, o tal vez un mero ataque de furiosa sinceridad. Aún con todo, siempre seguiré escribiendo como hasta ahora. Dedicando mis palabras a una musa inexistente, una figura completamente inventada. Lo contrario sería caer en lo más bajo del mal gusto. 



XVIII

Aún conservo un vago sentimiento de devoción, de epilepsia espiritual, de fetichismo contemplativo, de trauma invertebrado, de locura geométrica o de cualquiera de esas cosas que únicamente se pueden traducir con la terminología del humo. Supongo que he de leer mejor los libros y no quedarme absorto descifrando las imágenes hipnóticas que veo entre sus líneas. Pero pasemos a la acción. Juguemos con sus trampas. 

¿Qué opináis del asesinato? Hay un tipo de belleza definitivamente homicida. No te golpea ni atraviesa con objetos punzantes. Simplemente te apunta con un revólver invisible. Tu imaginación calenturienta haría el resto, hasta que tu corazón simplemente fallase o una vena de tu cerebro estallara irrevocablemente, con un último dolor, un dolor definitivo. Desearía poseer ese tipo de belleza. Desearía tener la capacidad de poder condensarla en una sola palabra. Saldría corriendo a la calle más transitada para gritarla. Una sola vez ¡Una vez sola! ¡Desearía veros morir a todos de esa manera! ¡Sólo así me quedaría tranquilo!

Me gustaría utilizar aquí algún tipo de terminología teológica y delirante. Algo que superara esta vaguedad que muchos confundís con la vida. Y no estoy hablando de trascendencia. Hablo de realizar un coito anal con este trocito de literatura. Hablo de realizar una Ilíada terrible sobre tu boca, sobre tus pezones o sobre el bello púbico que ya no tienes entre tus piernas. Hablo de convertirte en una diosa que ya no vuelva a sentir nada. Llenaría tu mente únicamente de significados. Con esencias desprovistas de palabras ni de ningún tipo de engaño que las represente. Te haría abandonar aquí mismo el lenguaje. No necesitarías comprender nada. ¿Acaso nunca habéis presentido a Dios durante los espasmos tísicos del orgasmo? ¿Acaso nunca habéis eyaculado este tipo de certeza?

Me encantaría desplegar aquí mis conocimientos sobre Duns Scoto, Mark C. Taylor, el maestro Eckhart o mismamente sobre mi querido San Agustín. “La luz brilla en las tinieblas…”. Pero no pienso hacer uso de semejante luz impresa si mi propósito no es claro. A veces pienso si acaso he contraído una enorme sífilis en el alma. Uno nunca puede estar seguro de con quién conversa. Hay miradas que son infecciosas, incluso existen labios que con un leve movimiento ya te pudren por dentro. Tal vez debiera hacer uso de un aislamiento preventivo. Y no me quejaría. Al fin y al cabo es la soledad lo que confiere a mi mente y a mi escritura una noción fantástica… incluso un amor por todo lo que se encuentra radicalmente alejado de mi presencia. No podría ser de otra manera. Me agotó el trato con la gente en esta mi búsqueda de absurdos reflejos. 

Nada. Absolutamente nada de lo que acabo de mencionar es de ninguna utilidad. Retomemos el camino de la belleza. Sin homicidios. Sin orgasmos místicos. Sin reclusiones misántropas. Cierra los ojos y observa la catarsis que te golpea. Escucha ese grito inocente que te llama, que te azuza como un niño solitario al que han abandonado en los pasillos interminables de tu mente. ¿Acaso nunca sospechaste que estuviera ahí? ¿Es que ya lo has olvidado? Cógeme de la mano. Camina sin otro amigo que el reflejo que te ofrezco. Paseemos por este jardín ilimitado de orquídeas luminosas. Contemplemos el empapelado imposible que ahora recubre tu piel. Permite que tus más ocultas emociones transpiren delicadamente a través de la superficie de todas las cosas que alcances a imaginar. Contempla el baile, escucha el canto, háblame de lo que quieras. O simplemente haz, haz todo lo que desees, pero retomemos la belleza. Únicamente la belleza. Hagamos caso de ésta, mi última mentira. 



XIX

Cae una duda sobre el dominio de lo maravilloso. La singularidad del mundo sería aceptable si uno no presintiera que hay trampa. La noción del cambio es lo único que permanece. Las constantes permanentes de lo mudable. Lo que hemos de ser se decide en un lugar demasiado alejado. Pero no hablaré de horizontes. Esa retórica obsoleta no hace más que agravar el desorden. Mi yo poético pretende traicionar a ese otro yo descreído que se repite insaciablemente. Una cadena infinita de traiciones. 

Los borradores sobre los que trato de plasmar todo esto se han convertido en un lago estancado. En un proverbio acuoso en cuyo centro sobresale un cofre dorado sostenido por la mano de la ninfa. En su interior fulge todo aquello que mis palabras aún no han traicionado. Todo lo que ya no está más. Lo que debería ser y no ha sido. 

Nunca me he sentido más asombrado en mi vida, ahora que he despertado bajo el agua creyendo estar en el cielo. Los peces atraviesan el líquido amniótico de mi consciencia, agitando sus alas de coral, desnutridos, suaves y delicados. Trazan curvas femeninas en las formas obsoletas del verbo indefinido con el que trato de flotar, de salir a la superficie de mi cuerpo. Estoy a un sólo centímetro de poder respirar, de traspasar mi propia piel. A un centímetro tan sólo. 

Ayúdame a salir de aquí. Tú me empujas y yo te agarro. Una sonrisa será nuestra señal. La señal de que aún estamos vivos. 

Hay un metal congelado en el centro de este poema. Mis palabras transpiran mercurio. Es el símbolo de que no he comprendido nada todavía. Utilizo un alfabeto forrado con piel humana: sé que arrastro las sílabas al hablar, dejando la carne y el hueso al descubierto. Estoy reservando la sangre para el final. Mostraré mi alma cuando ya no quede espacio en el papel para seguir escribiendo. Cuando todos se hayan ido.

Es ahora que te acercas. Brilla tal incandescencia en tu rostro. La conclusión de las pasiones. La ofrenda desconsolada de las flores primaverales. Tu amor se ha convertido en un culto mistérico, en un sacrificio sangriento ejecutado diariamente para asegurar la regeneración del universo. Alzas los brazos exhibiendo su transparencia. Una palidez confundida con la luz lunar. La confusión estelar de tu rostro. Los accidentes astrales de tus pupilas. ¿Cómo te llamas? Dímelo. Será una palabra donde toda la belleza del mundo se encuentre condensada. Un símbolo impronunciable. Un secreto guardado bajo pena de muerte. Esa muerte inevitable. Muerte. ¿Será acaso ése tu nombre?

Sufro de un horror vacui vergonzoso, tan sólo saciable con las repeticiones arcaicas de tu ser. La reiteración de tu misterio azulado: los estratos minerales que presionan la roca durante eones, hasta convertirla en diamante. Bajo la piel, en el centro magnético de la tierra. Un hecho mágico acentuado con lápiz labial. 

La nieve se adhiere a tu presencia, pero sé que estás viva tras ese aspecto de indiferencia. Todos los caminos que llevan hacia ti están sepultados bajo las capas nevadas de tu silencio. Te recuerdo de pie, en un portal, como un animal salvaje que se resguarda de la tormenta, sacudiendo las mentiras de tus labios con un pañuelo escarlata, dándote cuenta por vez primera de que no existes. Las fantasías de mi mente se tambaleaban, junto con el resquebrajarse de sus paredes, el desplome de sus cimientos… todas las civilizaciones que allí habitaban fueron arrasadas por la avalancha, junto con la ilusión efímera de tu existencia. Me sentí alarmado por el color que había adquirido tu rostro, cuando quisiste avisarme de la tragedia. No me di cuenta de que ya habías muerto, tres días antes, sangrando de pies y manos, abierto tu costado.

¿Cómo te llamas? Dímelo. Estoy a un sólo centímetro de salir de mi cuerpo. Esa es la exacta medida que nos separa. La distancia que algunos llaman el despertar de la consciencia. El recorrido necesario para descubrir que nacimos muertos. La voluntad necesaria para volver a creer en Dios.  



XX

Estoy barajando una vuelta a la infancia, allí donde el niño prodigio hacía volar su cometa negra, totalmente alejado de los demás. Al lugar donde sus ojos fúnebres se entretenían observando a los amantes dar vueltas vertiginosas, rodando cuesta abajo por un prado repleto de espectros. Allí, donde su pecho hacía acopio de un tipo de amor mordisqueado por las polillas, ideas locas palpitando en la maraña de lápidas que cubrían su corazón. Quiero volver a aquellas noches donde sentía cómo todos los candelabros y arañas de cristal de mi casa temblaban, al paso de la locomotora de mi mente, hasta el punto de estamparse contra el suelo y volar en mil pedazos. En cambio, durante el día siempre veía a toda esa pesada legión de falos preñando al mundo con fantasías estériles, de las cuales siempre me mantuve alejado con una especie de ira religiosa. 

Recuerdo a ese niño, de cuclillas, observando el discurrir de los acontecimientos, sopesando cuál sería el arma adecuada para la ocasión. Aún puedo ver aquel reposo perfecto dibujándose en su rostro al determinar la elección, mezclado con un vago matiz victoriano. Ése fue el momento preciso en el que se produjo el resplandor de una navaja automática dividiendo el mundo en dos. Aún sigo habitando el lado que reservé únicamente para mí. 

En realidad tampoco han cambiado tanto las cosas. Siempre podrás encontrarme por las noches, aparentemente borracho, abrazado atrozmente a alguna diosa griega, adorando las sutilezas de su inmovilidad, o siendo rehén de cualquier otra alucinación jónica. Me verás sufriendo erecciones solemnes ante la sola idea de una Ishtar radiante renaciendo de la crisálida nocturna de mis pensamientos. Sería el símbolo definitivo de una aniquilación total. Me preguntarás entonces si he estado de nuevo leyendo novelas rusas, o si he pasado el día perdiéndome entre mis papeles mugrientos garabateados con citas de la Biblia. La tristeza con la que te responderán mis ojos te hará creer que he sido de alguna manera golpeado por el  Atlántico. Erróneamente, me creerás poseedor del mensaje jeroglífico de los mares. Señalarás con pánico mis virtudes en el mapa, posando la punta de tu dedo sobre una coordenada perdida en el océano, justo allí, donde absolutamente nada se vislumbra. Me perderás completamente de vista mientras me alejo, absorto en mis pensamientos, a través de algún sistema demente que no es solar. El encaje negro de mi escritura dejará entrever alguna explicación, mi desnudez lunática, esa piel apesadumbrada por donde los mitos se prolongan con figuras tatuadas. Seré partícipe de alguna extraña barbarie; encontrarás las puertas de algún templo pagano abiertas de par en par y una extraña noche fluyendo por entre las baldosas. Tendrás que imaginarte la sangre por ti misma. Tal vez alguna serie de imprecisiones te harán adivinar lo ocurrido. 



XXI

Siempre acercan sus bocas a mi oído y pronuncian una palabra: sentimental. Yo arrugo instantáneamente la nariz y vomito mis sentimientos, a tropezones, sobre sus vestidos nuevos, junto con el resto de la cena. Siempre se alejan pronunciando las mismas palabras: ¡odioso, odioso! Esto es un trocito de mi De Profundis personal con el cual no les voy a cansar más. Hablaré en cambio de epitafios, de la aceptación del amor profano y sagrado como si estos fueran un solo amor. Hablaré de suicidios hábiles cometidos en clave, de narcisos ardiendo en la oscuridad. 

Adquiriré la capacidad de transfigurar mi cabeza en la de un apóstol diferente, dependiendo de la ocasión. Esa capacidad para ignorar la facilidad con la que los demás se escandalizan, una reacción que no esconde sino mera crueldad. La efigie del romanticismo, el sustituto del resentimiento. Ignorar esas mutilaciones silenciosas, cómplices de una vana oscuridad y de la autonegación más absoluta. Ignorar ese vivir la vida como si ésta fuera una larga venganza contra la vida misma. Sé que me estoy expresando con la mímica de un tuberculoso, con el mutismo engañoso del ruido. Tal vez esté utilizando una fórmula siniestra, un método desgastado por la lluvia ácida. Desilusión. 

No os molestéis en acercaros. Descubriríais a una especie de Gary Cooper de las emociones que mantiene relaciones ponzoñosas con la magia. Sería un compañero de baile con las piernas mutiladas y un traje de noche hecho a la medida de unos sueños demasiado perniciosos como para ser mostrados en público. Para entender el color de las entrañas hay que utilizar un lenguaje entrañable, visceral. Me disocio de la cuestión del amor y pongo un copo de nieve duro y manchado de carretera donde debería figurar esa palabra. A pesar de todo sigo renegando de todos esos venenos cínicos y resentidos que se usan para definirla. 

¿Tú amas? Amar. Una palabra que se enciende por dentro con un mecanismo de sucesivos espejismos. Abandono la idea de situar a una persona como objeto del amor, la sustituyo en cambio por la deidad. Adoraciones, templos, altares, ofrendas imaginarias… la ausencia extásica de un Dios ignoto y los deleites espirituales que su omisión aparente dispensa. Todo ello arremolinado como el viento urbano, formando espirales por pasajes invisibles. La voluntad adquiere entonces formas épicas y deliciosas en las entrañas. La visión, esa visión, toca terriblemente los cielos arrebatándose con ensoñaciones reiterativas y proféticas. Caer en picado desde la maravilla sobre un bloque de hormigón realista, y aun así conseguir extraer toda la belleza de ese dolor. Este es mi tipo de amor. No me habléis de otra cosa, asentiré como quien asiente a un rey desnudo que te habla de ornamentos y opulentas vestimentas. Me guardaré de ser ese niño que lo señala y se sonríe entre la multitud, aun siéndolo. Aun no creyendo ni una sola palabra tuya. 

“- Mi querido amigo, ¿qué quieres decir?” Me dirías. “Si eres el primero que celebra la deserción cósmica de ese adorado Dios tuyo con botellas burbujeantes y excursiones literarias a lo más profundo y profano del mundo y de su sexo.” Ya lo sé. Me hago cargo. Me hago cargo de mi hipocondría espiritual, pero no seré yo quien aparezca a las puertas de una deidad para realizar exámenes psicoanalíticos a su Nada. Me basta con mi mala prosa y mis peores sentimientos, aun si acaso eso me convierta en un pobre diablo. Pero un diablo significativo. Uno vagamente reminiscente de todas aquellas introspecciones mitológicas que han dado forma a nuestra existencia. A la existencia. Debemos conservar la cabeza ¿no te parece? Podemos quedarnos sentados observando cómo se derraman nuestras almas por una catarata trivial. Realizar algún pequeño floreo descreído que quede impreso para la posteridad aunque supuestamente no creamos ni siquiera en ella… una pequeña traición a nuestra supuesta falta de Fe. Otro ornamento nihilista para añadir a nuestro cinismo. Sí, podemos quedarnos sentados como ratas. Enmarcar nuestras vidas con una imagen de complicidad vergonzosa y desproporcionada con la imposibilidad. Este es un tipo de vergüenza que en algún momento manchó mi vida. Pero ahora trato con todas mis fuerzas de llegar al fondo de mí mismo. ¿Qué os parece? Pero no os preocupéis. Es puramente el deseo de una relación emocional entre todos nosotros, pese a que este deseo adquiera la apariencia de los demonios y los dioses griegos. Pese a que este deseo posea el filo de la navaja  y lo descaradamente engañoso de los trucos de la ficción suburbana. 

No se trata de nada malo. Es el amor ideal de siempre, el amor que siempre termina ardiendo en el Hades, el amor inmoral, el amor eunuco y podrido mezclado con las lágrimas. Ese pequeño espasmo en las entrañas. Escupo sangre sobre los pétalos de narciso que arden en todas las direcciones de la oscuridad, en todos los sentidos que llevan a ti. Perdóname Dios por no haber tomado aún ninguno de estos caminos, aunque mi capacidad para soñar sepa discernir que en realidad, se trata de uno solo. 



XXII

No se por qué estoy diciendo todo esto. ¿Por qué no puedo callarme la boca y estar en silencio? ¿De dónde viene esta sensación absurda que impone sus palabras, sus directrices, su dictado? Es como un acceso convulso de responsabilidad. Pero no se trata de una tarea encomendada por algún ser invisible y malintencionado. Tampoco estoy ejecutando una misión delirante con metas egomaníacas. Esto que estoy haciendo no es mi función en la vida. Es tan solo un impulso, una inercia inmoral, una vuelta atrás siguiendo los mismos pasos que hasta aquí me han traído. Se trata de sustituir esas huellas fantasmagóricas por otro tipo de incidencias: palabras y frases, aún más fantasmagóricas si cabe. Consiste en ejecutar con ellas un reverso hipnótico de lo vivido. Un eterno retorno. Un retorno al origen, al origen de la niebla. Ahora me veo obligado a hablaros exactamente de eso: el origen de la Nada.

En este punto soy incapaz de pensar. O mejor dicho, de seguir pensando. No quiero mencionar el inconsciente ni el Pathos. Me niego a recurrir a las ciencias ni a las feas artes literarias. Ni siquiera pretendo hacer uso de la brujería, ni ortodoxa ni heterodoxa, y menos aún realizar una exhibición estéril de sigilos sobre la materia muerta del papel. Ni siquiera me encuentro con el ánimo de hacerle un mínimo guiño a la magia. No es esa mi función en la vida tampoco. 

Tal vez sea el momento de parar de escribir e intentar contaros algo con música. Utilizaría una sola nota, una reiteración percutiva ejecutada al piano. Un do sostenido repetido durante treinta días y treinta noches, sin ningún tipo de pausa ni descanso -habréis de inmovilizar vuestra mente y resistiros a las tentaciones que se os brinde durante este tiempo-. Con ello trataría de emular la insistencia del ciclo lunar, la constante invariable de la menstruación, la ira incansable con que el Dios menor golpea una vez tras otra el miembro eréctil del monstruo submarino, de cuya mutilación siempre surge una y otra vez el ser primigenio: el Adán de la mente. Recrearía un constante amanecer en vuestros oídos, un sol naciente en el espacio acústico de vuestros cráneos: la eterna gradación dorada repitiéndose en el horizonte más alejado de vuestro ser. Allí donde ya no sois. Y todo ello con una sola nota. Un solo dedo golpeando el piano que ocupa el desierto de mis entrañas, durante treinta días y treinta noches.

Esto es la música, el lenguaje de la Nada. La antesala del origen, de cualquier origen. Es la convulsión extásica de todas las cosas que aún no han comenzado, de todo lo que es eterno y que aún carece incluso de existencia. Y es justo ahí, en el vórtice de esa Nada, en el centro axiomático de esta mi convulsión primordial y ahogada, que vislumbro la mirada. Tu mirada. Tu cuerpo desnudo reposando sobre las sábanas ensangrentadas. Tu piel palpitando con el mismo impulso que ha creado el Universo. Estoy hablando del origen, el único origen. Estoy hablando del amor. 



XXIII

El sigiloso y sensible tema de este poema se está enmarañando en su propia estructura egoísta, entre sus caprichos y sus encajes interrogativos. Un jeroglífico con las bisagras oxidadas que sólo se abre hacia adentro. Su interior está tan abarrotado de anhelos fantásticos que es imposible meter la mano siquiera. Y aun con todo, se corre el peligro de ser alcanzado por los rayos de la parálisis nocturna, por el humo secreto y asfixiante de las locomotoras de la imaginación. No existe ninguna transición entre ese lugar y este, más que este puñado de palabras mal escritas. Quisiera esconderme entre las ropas tendidas y aún húmedas de alguna azotea, en algún lugar de complicada ubicación, cerca de algún cielo difícil de describir, lejos de aquí… aquí, donde el tiempo no existe más que para matarnos.

Presiento las señales del atardecer. El viento martilleando las persianas, luces agoreras reflejándose en las paredes, los murmullos lejanos de toda esa gente desconocida, el canto lacónico de los pájaros: pedazos del mundo colándose por mi ventana. Las estampillas hagiográficas que siempre tengo sobre mi mesa salieron volando y ahora se encuentran tendidas sobre el suelo perfectamente alineadas, con la certidumbre de un mapa, con las intenciones mostrándose boca arriba. Empiezo a vislumbrar hacia dónde me dirijo aunque aún persistan la mayoría de interrogantes. El destino ha adquirido la apariencia de un mito menor. Menor pero infranqueable. He empezado a adquirir los gestos propios de un monstruo marino y a ejecutarlos con una terrible naturalidad. 

Este es el momento de experimentar un fenómeno verdadero. Uno que no sea literario, ni tampoco real. Simplemente verdadero: quiero hacer un salto grosero, uno que supere esta lucha torpe contra mi adolescencia prolongada. Uno que sobrepase las falsas creencias en las que se asienta toda esa madurez prefabricada que la gente acepta sin rechistar y que sólo sirve para que se acepten los unos a los otros tal como no son. Daré un salto furioso, provisto con el vocabulario de la agitación. Viviré un relato épico y lo escribiré con la tinta más vulgar que encuentre, con el jugo de la fruta más prohibida e inexistente posible. Llegaré a los límites de mi idealismo. Nada puedo hacer ya más que mover mi alfil más predilecto más allá de esa línea, a un lugar que no ha existido jamás en este tablero. Me encontrarás en la noche, en la cumbre de una montaña invisible, en el resplandor más oculto de los faros costeros.  Me encontrarás en este mismo lugar, del que nunca me habré movido, aun no habiendo nunca estado. 



XXIV

Nunca había tratado de cruzar de esta manera el territorio prohibido que se extiende entre el Yo más inmediato y las lagunas mitológicas que humean tras la personalidad. Es como arrastrar un ataúd elegante a través de unas dunas todavía vírgenes, todavía ardientes, bajo la luz bermeja de un círculo solar aún oculto por su compañera. Una emoción eclipsada por un astro orbital que está apunto de aberrarse. Es como amueblar tu mente con antigüedades mal articuladas y terriblemente agujereadas por la carcoma. Como si un coche negro te esperara cada noche al final de una calle estrecha con la puerta trasera siempre abierta. Y tan sólo tienes a un unicornio moribundo como único testigo de todo lo que tu personalidad esconde tras de sí: extensiones de nieve endurecida que apenas cubren el desastre urbano. Una ciudad sepultada bajo el frío, bajo la invisibilidad hiriente de una atmósfera ennegrecida. Ves a los pájaros huyendo de tu carácter prismático y novelesco. Un caleidoscopio de testimonios imposibles de creer. Otras dimensiones estallan en tu pecho dejándote un aliento a podredumbre. Un plasma alucinatorio que te llega hasta las rodillas: de entre sus profundidades surgen nuevos continentes, ninguno de ellos razonable. Todo a tu alrededor se convierte en un pantano de materia húmeda que pugna por existir. Caras, montañas, planetas… pensamientos contenidos en burbujas de jabón que explotan al chocar contra la noche. Te encuentras al reino de la historia completamente invadido y saqueado por un enigmático capricho al que tantos se empeñan en definir con la palabra Caos. Una cadena de fenómenos que no permiten ser racionalizados, sea cual sea la maniobra engañosa del docto de turno. Una eyaculación que bombea un último espasmo de existencia, esta vez acometida sin el permiso de una explicación, ni científica ni legendaria. Del esperma-lodo resultante surgen unos tipos solitarios que vuelven a obtener fuego de una piedra. Es el nuevo comienzo. Es el inicio de una continua repetición y yo estoy vivo en medio de este vacío sin ubicación. Una infinita migración de grullas ocupa todo el espacio de la aurora. Estas invaden incluso los límites de ese resplandor anaranjado que indica que aún mantienes viva alguna de tus antiguas emociones. La noche ha vuelto a salir, junto con esta terrible soledad. El mito de la soledad. Ese mito compuesto de paisajes impersonales y maravillosos extendiéndose sin más, ignorando cualquier indicio que pudiera sugerir un horizonte. Los copos de nieve caen continuamente sobre su superficie, disolviéndose en el azul de sus océanos. Unas selvas como arracadas de un grabado renacentista centellean desde la penumbra de su propia imposibilidad. Tras ellas hay otro vacío sin ubicación. Unos tipos solitarios vuelven a surgir de esa sustancia pegajosa pese a ser inmaterial, obteniendo de nuevo fuego de una piedra. Se lanzan otra vez hacia otra infinitud, hacia otra soledad primigenia.

Un diluvio ha cubierto todo este cúmulo de palabras fallidas que me he atrevido a escribir hasta ahora. Los límites continentales de este poema vuelven a ser invadidos por los océanos, golpeados por las olas en sus orillas más débiles. Todo rastro de tierra ha sido completamente cubierto por las aguas. Pero esta vez, un horizonte se dibuja en los bordes del lenguaje. Una paloma que porta un ramito de olivo en su pico sobrevuela toda esta sintaxis oceánica con la que malgasto mi existencia. De la nada acaba de surgir un arca majestuosa. Su interior está repleto de animales, de bestias salvajes esperando la señal para empezar a procrearse. 



XXV

“… los tiempos son tres: presente de las cosas pretéritas, presente de las cosas presentes, presente de las cosas futuras…”
San Agustín de Hipona

El Hogar es siempre lo que más lejos queda. Es precisamente de esa lejanía de donde las voces vienen. Y digo voces, aunque en realidad se traten de una sola. O al menos, lo que sí os puedo asegurar, es que es una sola cosa lo que dicen. Distintas maneras de repetir lo mismo. Esto es lo incisivo. Este es el acto mágico: la repetición. Una reiteración continua que se entrelaza como los arabescos de una mezquita en una ciudad santa: emulando, recreando la eternidad con un sólo motivo repetido hasta la saciedad. Un mantra literario. ¿Por qué si no os creéis que me he repetido tanto en este escrito? Todos los poemas de este libro dicen exactamente lo mismo. Es la única manera. El único camino por el que poder regresar. Sólo se regresa si se regresa eternamente. Esto es lo último que he aprendido. El Hogar, ese lugar de donde vienen las voces, siempre estuvo, siempre está y siempre estará lejos. Siempre ha de estarlo. Si has llegado a algún lugar es que no has llegado a ningún sitio. Y menos aún al Hogar. No es cuestión tampoco de quedarse quieto en el espacio, ni de inmovilizar tu mente. La existencia no es ni una línea ni un punto. Ni tan siquiera un círculo. El Alfa y el Omega es tan sólo una manera de hablar. Y en todo caso, esa es una cualidad que no nos corresponde. 

El regreso es un viaje a ciegas, la más exquisita exploración, un penetrar de lleno: la auténtica confrontación con lo que uno es. Y no, no me refiero a un enfrentamiento con uno mismo. El uno mismo no existe. Eso es lo primero que se intuye si realmente has viajado. El uno mismo es la obviedad estipulada que más pronto he aprendido a aborrecer. Un deshecho que no tiene absolutamente nada que ver con los sutiles impulsos que confundimos con nuestro propio ser, o con un Ser que sea realmente nuestro. Lo que eres no te pertenece, pues ni siquiera existes. O al menos, lo que hay en ti existe en una mayor medida que tú mismo. Seamos serios y escuchemos todo aquello que nos sobrepasa. 

La personalidad es una réplica de hielo de todo aquello que creemos ser. Una gélida existencia. Pero es ahora que bajo mi mente fluyen los delicados impulsos de otra mente. Estos se están personificando en un caballero solar dispuesto a protagonizar el cálido deshielo de mi propia réplica. Será como una cascada de planetas atravesando la garganta o como una serie de eclosiones en el centro de un agujero negro. Es el tópico de la creación como acto destructivo. El acabar con el uno mismo. Y es que, al acabar mi obra, habré desaparecido. Víctima y culpable. En la escena del crimen sólo quedará el arma: mis dibujos, mis escritos, mis partituras. Es así como ha de Ser. Es así como he de Ser. No hay otra manera. La muerte es tan sólo el instante de un encuentro con cómo se es realmente, y ya me he vuelto inmune a mis propias fantasías, esas que configuran mi persona. Ya no habrá persona. Ni tan siquiera quedará el mínimo rastro de este mi eterno retorno. Sólo quedará el Hogar. Ese lugar lejano de donde las voces vienen. La Nada. Todo aquello que siempre estuvo, está y estará… lejos. Todo aquello que volvió, vuelve y volverá, en forma de voces. Porque es así como vuelven, en los tres tiempos posibles: en un eterno presente repitiéndose a sí mismo.


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